Minerva salió de casa en punto de las 9:00. No escuchó el grito desde arriba de las escaleras que le advertía que no llevaba paraguas ni suéter. Minerva salió de prisa, no podía faltar a la cita programada. Parada en el dintel del zaguán, la madre logró verla desde la distancia.
La casa estaba sola. La copa de los árboles cubrían los ventanales, el sol ingresaba a ratos y en esquirlas sobre las habitaciones. Los rayos se acostaban sobre la cama de Minerva y de Alicia, la hermana menor.
La madre comenzó con las tareas del hogar, encendió la radio y dejó que las noticias avanzaran por aquella mañana de octubre. La tetera hizo el ruido habitual de las nueve y media, justo a tiempo para sentarse a desayunar.
Acostumbrada como estaba a la soledad, la madre de Minerva no miraba el móvil, olvidaba responder mensajes y difícilmente respondía llamadas. Sorbió su té mientras le daba un pellizco al trozo de bolillo. Se tragó el pedazo de pan humedecido y después sopló a la taza. Repitió lo mismo por cinco veces hasta terminar.
Caminó por entre los sillones de la sala. Subió la escalera y comenzó a barrer la habitación de sus hijas. El sol aún estaba recostado a los pies de la cama, como un perro lozano, moviendo la cola y a la espera de lanzarse sobre toda la casa.
Sobre el espejo, la fotografía de la familia acompañaba el reflejo de una mujer avejentada. Las arrugas surcaban la piel, como si se tratara de un campo de agaves.
De la imagen recordaba aquella mañana, en Los Dinamos, el frío de enero entumecía las extremidades, pero ellas y él estaban felices. Lo recuerda muy bien. La madre de Minerva lo guarda en su memoria de manera recelosa, con un sigilo que apenas le permite pensar en él; pero de esa mañana sólo tiene nítidos recuerdos, los mejores de los últimos años.
El ruido de la escoba al caer la despertó del letargo: un golpe breve y macizo. Se agachó para recogerla. Un objeto azul y gris le llamó la atención, estaba debajo de la cama, entre un zapato y una chancla. Con la escoba sacó los tres objetos. Lo miró intentando descifrar si lo que veía era eso. Tardó en salir del sopor, en comprender que sí era cierto eso que miraba. Se agachó para levantarlo. Lo tomó con los dedos índice y pulgar. La pequeña ventana del objeto tenía dos líneas.
Giró el rostro de nuevo al espejo. Nada había cambiado, se dijo; nada. La familia era cierta y la misma. Las mismas arrugas, los mismos gestos, las mismas hijas, el mismo hueco. De pronto, entendió la prisa de Minerva, la cita programada, el ir hacia el silencio de los últimos días. Alicia, entre juguetes y colores festivos, era un refugio y un cadalso, la constante reiteración de un instante.
La tarde se fue entre un recuerdo y el remordimiento. La madre de Minerva se acostó a mirar fotografías. La infancia, los festivales, el encuentro de declamación, el nacimiento ambas. La tarde en Los Dinamos.
El cielo iba dejando rastro de color sobre la noche agazapada. Miró el reloj: las siete de la noche. Se dio cuenta que no había comido, ni hecho la comida, que no se había bañado. Se levantó del letargo, se despertó del pasado.
Se dirigió al baño. Orinó largamente mientras miraba las dos líneas del objeto. Escuchó que abajo se abría la puerta de entrada. No había pensado en ese momento ni qué decir. Se levantó, jaló la cadena y salió del baño mientras metía el trozo de plástico en la bolsa de su delantal.
Minerva subió despacio la escalera, no encendió la luz del pasillo ni de la estancia. Su madre bajó, la encontró de frente, se miraron unos segundos. Minerva se tocaba el estómago, lucía demacrada.
- Esta semana no viene Sergio a cenar con nosotras, dijo Minerva con una voz apagada.
Su madre sólo atinó a decir que sí con un ligero movimiento de cabeza.
- ¿Quieres cenar?, preguntó la madre.
Minerva negó.
- Tengo cólicos, me voy a recostar, dijo.
La madre supo que había decidido. Supo que Minerva no tendría fotos, ni recuerdos, ni una añoranza del pasado. Bajó, aliviada y dulce, a recoger a Alicia, quien recién entraba por la puerta dando saltos.
La noche era una completa compañera de las tres mujeres de la casa.