Nadie había puesto la cerradura a la puerta. Nadie tocó, nadie asomó la cabeza por la mirilla para ver lo de afuera. Nadie.
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Crecimos a la orilla del camino de la carretera, en una casa fabricada con materiales que hallamos en los tiraderos, había puertas y ventanas, eso sí. Siempre necesitamos ver el cielo abierto, la madrugada que recién inicia y permite que el frío se meta por los resquicios de la casa. Era una casa maciza, mi padre era buen constructor, eficiente hasta que llegaba la noche, después desaparecía hasta la embriaguez. Vivimos sin techo dos meses, las estrellas se expandían por todos los espacios y rincones. Un día llegó, no volvimos a mirar la noche tan inmensa como en esos días previos. Era la primavera del 24.
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El chillido de las ratas consumió hasta el más íntimo de mis pensamientos. De norte a sur de la casa, sus patas roían la pequeña oscuridad de ventanas abiertas, se tragaban a bocados mínimos el temor y la tranquilidad.
Ciertos días, los de más frío, sólo se escuchaba su respiración entrecortada y rápida entre las sombras que dibujaba la velocidad de los faros que atravesaban la carretera. Esos eran los mejores tiempos, pues podía bajar de la cama y andar con las chancletas sin sentir su pelo hirsuto. Eran como osos siniestros y pequeños en temporada de hibernación. En la primavera todo era contrario.
El calor alborotaba sus ánimos, se les escuchaba pelear, alborotarse, mientras yo sudaba en la cama, orinado, sin poder hacer el menor movimiento, pues advertían las alteraciones de cuerpo, en busca de roer y atravesar la carne y el hueso con su filo y hambre. Una noche de fiesta, entre el vals y la miseria, oriné mi cama a pierna suelta. A la mañana siguiente, dos ratas muertas sobre el charco de orines me acompañaban en el sueño.
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A lo lejos lograba contemplar aquella ventana a medio cubrir. Adentro, un vals de sombras se tejía y destejía gracias a la luz de la lámpara. Dos sombras mayores y tres menores componían un teatro y sus alcances, todo el espectáculo de una felicidad: sentados a la mesa, saltando, jugando, leyendo, abrazados y después en una calma y paz que daba envidia.
El fuego y la noche, todo en la armonía de un rezo y su rosario de cuentas. A lo lejos, siempre a la distancia, desde el semáforo que avisaba el ir y venir de la vida, yo pude ver ese otro sueño enamorado, no mío, nunca mío, siempre ajeno, y lo sentí como la caricia de una madre que se despide. Fui y vine, me acosté, perdí y gané con la ilusión de esa parte de sombras, la mía, la realidad de caras y rostros y máscaras con risa y llanto era lapidaria.
La cúspide de la epifanía fue el no volver a mirarlas, saber que la danza sombría era un carnaval de fierezas, colmillos y sangre entre las camas y la mesa. Ese anfiteatro de huellas oscuras aún me sigue pareciendo el cenit.
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Corrí escaleras abajo para encontrarme con una puerta abierta. Busqué con la mirada: nadie, ni adentro ni afuera. Asomé la nariz hacia el frío invernal, pero la calle sólo era una estampa de postal. Adentro, las habitaciones seguían vacías, sin rumores ni ruidos, nadie se hincaba a rezar, no hacía el amor. Cerré la puerta con resignación, corría escaleras arriba y miré por el ventanal de un cuarto antes primaveral. Algo del calor se guardaba en los ladrillos de adobe, aunque era muy poco, casi como un llanto infantil.
La casa lo había dicho todo.
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Alguien había puesto la cerradura a la puerta. Alguien tocó. Alguien asomó la cabeza por la mirilla para ver lo de afuera. Alguien.