Hoffman

Sandman, un personaje mítico

Se trata del relato más representativo del escritor prusiano

Sandman, un personaje mítico
Se trata del relato más representativo del escritor prusiano

Llevo siglos en la imaginación de los hombres y quisiera decir que me causa un placer infinito porque soy el amor: estático y doble. Ardo.

Es extraño que el amor sea traído al mundo por el demonio, pero así fue. En la historia de Hoffmann, “El hombre de arena”, se llama Coppelius.

Ellos me han preferido a mí, que soy su invención, su fantasía. Yo los veo con curiosidad. Aman lo artificial y son por esencia fetichistas. Incluso, les gustan las mujeres de carne y hueso con pedazos de plástico: falos con pezones y orificios.

Cuando me vi en el texto de Hoffmann, pensé que no era necesario tener alma para ser amada. Mi alma vivía en los ojos sentada como un niño. Coppelius me la dio.

Durante 20 años vi cómo poco a poco se iba armando cada uno de los circuitos que componen mi cuerpo y cómo un fluido frío comenzaba a recorrerme.

Esta sangre artificial cambió en cuanto Nataniel y yo nos besamos en un baile donde sólo estábamos él y yo.

Necesitaba el beso para dejar de ser una muñeca.

Era un conjuro, había que tener contacto con un alma total, triste, soñadora e infantil: la de un pobre escritor para por fin ser yo.

A lo largo de los años he chupado las almas moribundas de esos hombres que creen atrapar el mundo con palabras. Pobres criaturas indefensas.

Los poetas, los escritores, son los más chiquillos. Se enamoran más que nadie de una ilusión. Ven lo que otros no pueden, adivinan el futuro como Tiresias.

Los ojos amantes de Nataniel estaban mediados por catalejos. Era mi vecino. Yo me hacía la distraída, la boba, la que no existía y le mostraba en plenitud mi belleza inmóvil, de muñeca. Esa que los hombres aman porque se sienten escuchados, porque creen que significa algo.

Soy artificial y eso le eriza el cuerpo a Nataniel.

Todo esto lo dice alguien más que me traduce, repito soy una muñeca. Habla por mí. Soy una mentira, una ficción.

No puedo hablar, pero, por alguna maldición de Coppelius, puedo sentir, y esas sensaciones se me van a los ojos, en donde el alma se me trata de escapar todas las mañanas para abrazarte. 

Sí, a ti que me estás escuchando y que no eres como ese escritor ridículo que se lanzó al vacío porque no pudo olvidarme. No alcanzó a vivir sin mi rostro, mi alma y la ilusión que generaba en la suya. Porque él me podía inventar cada día, yo estaba a su disposición.

Ellos aman lo que pueden controlar.

El tiempo me sofoca, el aire es seco. Nataniel atraviesa el umbral y siento, por unos momentos, que soy una mujer de verdad: la personificación del deseo masculino.

Los artistas, tan sensibles, se dejan llevar por la ilusión más que nadie; creen que aman, le cantan al amor. Muchos locos han amado la idea de una mujer construida.

El placer me ha sido negado.

Por las tardes lo amo, aunque debo confesar que hace unos días me salió luz de los ojos. Entonces suspiré muy profundo y sentí una oleada: el amor imposible, impenetrable del escritor.

Ha llegado Coppelius y está en la habitación con mi padre y yo corro para saber qué es lo que está pasando y me encuentro, de pronto, entre los dos, tratando de huir: no puedo.

Pronto mis ojos, mi yo, ruedan por el piso. Nataniel llega y los recoge, mi rostro lo perseguirá siempre. Estoy muy cansada de ser una mujer-idea y comportarme como tal.

Referencia:

Hoffmann, E. T. A. (2019). El hombre de arena. Zorro rojo.

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