El museo es una institución muy joven y muy problemática. Su nacimiento hace poco más de dos siglos marcó el inicio del arte como hoy lo conocemos, de la Estética moderna, y fortaleció el desarrollo de la cultura democrática, pues se creó bajo la premisa del acceso público al arte.
Su origen fue un episodio traumático que hoy en día no podemos desconsiderar. Napoleón se propuso expoliar el patrimonio cultural de Roma para con él conformar el acervo tanto del Museo de Louvre como del Museo Napoleón.
Los museos estatales modernos surgieron a partir del robo de bienes culturales y trajeron como consecuencia la descontextualización de las obras de arte.
A diferencia de los museos in situ o regionales en los que el patrimonio expuesto se vincula y resuena con el exterior del museo, construyendo relaciones de sentido que permiten a los visitantes comprender las obras a partir de la red de relaciones en las que están insertas, los museos estatales modernos encierran a las obras dentro de sus muros y requieren de instrumentos de recontextualización, tales como las cédulas o los dioramas, con el fin de compensar el contexto que les ha negado a las obras de arte.
Estos instrumentos de recontextualización le permiten a los museos estatales insertar narrativas que convienen a sus intereses políticos: las supuestas unidad nacional e identidad política que articula y une a la población.
El efecto esperado por un gobierno sobre un dispositivo como un museo es hacer sentir al visitante parte de una nación, ofrecerle un pasado, una identidad histórica, y con él y por él hacerlo sentir satisfecho con su presente. Como ejemplo de este tipo de museo podríamos pensar en el Museo Nacional de Antropología e Historia.
Sin embargo, a causa de variables como la mercantilización del arte, los marcos legales referentes al pago de impuestos, los nuevos referentes de inversión y los altos costos para conseguir, restaurar, preservar y difundir la cultura, han surgido un nuevo tipo de museos no financiados por los Estados sino por la iniciativa privada: los museos corporativos.
También estos museos son espacios altamente problemáticos. El arte en estos museos se entiende como un elemento para fabricar y modelar la imagen de la empresa a la que pertenecen, es decir, el arte se entiende como diseño, como innovación, como publicidad y como marketing.
Estos museos utilizan el arte exhibido como un recurso para vender sus productos. Por ejemplo, pensemos en el Museo Soumaya, que forma parte de la Fundación Carlos Slim (exención de impuestos), y que funciona como complemento de marcas como Sanborns y sobre todo Telmex.
Si visitamos el Museo Soumaya de Plaza Carso, Nuevo Polanco, nos encontramos con un museo de fachadas: una fachada exterior llamativa, atractiva y moderna en franco contraste con la calidad de las exposiciones interiores: obras de arte de baja calidad, exhibidas en vitrinas inadecuadas e iluminadas por luces impertinentes y estorbosas para la expectación.
Dentro del propio museo, para sorpresa de algunos, nos encontramos con un Aula Telmex en la que los visitantes pueden conocer los servicios de internet relacionados con la educación. Complemento muy pertinente con la misión y visión de este museo, que es dar a conocer ejemplares de corrientes artísticas europeas a los mexicanos que no pueden salir de su país: el arte y el internet como una forma de viajar y conocer el mundo.
En conclusión, la institución del museo es en sí misma problemática y nunca neutral o apolítica. Algunos historiadores y críticos del arte han reiterado el gran peligro que representan los museos corporativos para el acceso a la cultura y las artes.
Nosotros estamos de acuerdo con ellos, pero no sin decir que los museos estatales no son la solución al problema. Los museos estatales expropian el patrimonio que exhiben y están siempre comprometidos con la conservación de la identidad nacional y los poderes políticos que la representan, pese a que esta identidad también descansa y se funda en la violencia.
*Profesor de asignatura de Filosofía del plantel Naucalpan.