Teatro Isla de Próspero

Maestra y artista

Su obra emana riqueza, pasión, limpieza estructural y, sobre todo, vida

Maestra y artista
Su obra emana riqueza, pasión, limpieza estructural y, sobre todo, vida

El pasado 2 de noviembre cumplió 93 años la dramaturga mexicana Luisa Josefina Hernández. Autora de más de 70 obras dramáticas pero también de novela y ensayo, ella ha sido crítica teatral, teórica y profesora emérita de la máxima casa de estudios de nuestro país.

Su iniciación en el teatro, admite Hernández, se la debe a Emilio Carballido quien en una clase de latín la conoció y muy pronto percibió que tenía “mucho chiste” para contar las cosas, además de un excelente oído.

Formalmente cursó los estudios de Literatura Dramática y Teatro, carrera de donde es maestra y ha impartido las clases de Teoría dramática. Ha formado generaciones de personas dedicadas a la labor teatral y, durante cuarenta años, ha podido consolidar y transmitir sus grandes aportaciones al análisis dramático.

Luisa Josefina Hernández es, en el sentido de la comprensión, descendiente de Aristóteles. Sus observaciones teóricas parten de la relación técnica del objeto de estudio —las obras dramáticas— y no de su contexto de producción, como es el caso de los estudios convencionales literarios. Esta salvedad ofrece un enfoque completamente distinto para el análisis de un drama, pues se apela al descubrimiento de su estructura primigenia, lo que permite destacar los componentes que lo forman para lograr sus fines. De este modo, al usar este sistema, se enriquece la tarea de directores, actores, críticos y creadores escénicos.

Al igual que el filósofo griego, Hernández ha sido objeto de prejuicio por la constante búsqueda de alumnos y artistas desesperados por la fórmula ideal para realizar las cosas. Sus observaciones, en muchos casos, han sido tomadas como normas de escritura, idea que muy pronto ella ha señalado como aberrante, pues ha insistido que las abstracciones teóricas son siempre resultado de un proceso práctico: el análisis. Y que este proceso es, en gran medida, un esfuerzo de la voluntad de comprender.

Como dramaturga, su obra emana riqueza, pasión, limpieza estructural y, sobre todo, vida. Muy joven escribió, en la mesa de la cocina, Los frutos caídos, obra hermana de El jardín de los cerezos. Más tarde demostraría su perspectiva trágica con Los huéspedes reales. Luego, habiendo sido deslumbrada por el teatro brechtiano, asimila el estilo y el género del autor alemán y despliega obras como La paz ficticia e Historia de un anillo. Desarrolla con soltura la comedia en Ciertas cosas y El amigo secreto. Y en La calle de la gran ocasión, serie de obras cortas donde se exponen vicios, anhelos, caracteres y misterios, la dramaturga constata parte de su técnica de escritura: el buen oído. Pues confiesa que su inspiración para escribir estos diálogos es la escucha viva y andante de la gente que conversaba en la calle, y dejaba ver sus “dificultades”.

Pero es en Los grandes muertos, saga monumental de una familia campechana, donde se aprecia la dimensión de la artista ante la que uno se encuentra cuando asiste a un montaje o abre un libro de Luisa Josefina Hernández.

En Los grandes muertos sucede que uno siente que comprende algo de la vida. Algo, difuso en la vigilia, es por fin captado entre las relaciones y la trama. Podría decirse que hay trozos de alma en aquellas obras y que estos impregnan a quienes son partícipes de los aconteceres de esta dinastía familiar. En tales obras, Hernández no sólo manifiesta su maestría del drama sino que demuestra ser —por si fuera poco— emisora del mismo espíritu que le habló a Sófocles, a Shakespeare, a Chéjov...

La trascendencia de esta autora está, además de su legado teórico, en el mejor regalo que se le puede hacer a un ser humano: un espejo que le brinde emoción, inteligencia y, por mucho, comprensión de sus más recónditos secretos. A saber, su obra misma.

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