Encontré en mi tocador un hermoso collar de esmeraldas, “regalo” de una dama que se encontraba bajo mi tutela.
Yo hubiera supuesto que al irse de esa manera tan intempestiva, en lugar de hacerme un obsequio habría hurtado alguna de mis joyas.
El hermoso aderezo de esmeraldas tenía un peso conmovedor y el verde luminoso me hizo soltar un llanto muy fino.
Durante mi matrimonio había supuesto que los hombres consideraban mis encantos manchados por la conducta indecorosa de mi marido: canalla, pervertido, libertino.
Una fuerza subterránea conserva mi belleza intacta para poder proveer a mi hija, cuando ese al que juré amor eterno y lealtad frente a Dios se trague mi fortuna.
Tengo fiebres muy altas al pensar en mi cuerpo arrastrado a los placeres de otros cuerpos. Le he prohibido la entrada a mis aposentos al padre de mi hija. Apesta.
Este collar de vida petrificada puede salvarme, ¿quién es aquella persona tan osada que me lo regaló?
Nunca usaré tan hermoso aderezo en detrimento de mi persona, de mi calidad moral. Me mentía a mí misma.
Al tiempo leía historias de amor trágico para olvidar la posibilidad de un encuentro con aquella persona. Por supuesto, en más de una ocasión quise aventurarme a la joyería en la que había visto el collar.
¿Sería el mismo vendedor el que decidió halagarme con tan espléndido presente? ¿Algún caballero casado querrá mantener su identidad oculta y amarme? ¿Deseará que use el collar cuando estemos solos?
He repasado una y otra vez aquel día: yo hipnotizada ante la joya, me parece haber estado suspirando frente a ella más de cinco minutos.
No logro recordar a ninguna persona viendo mi fascinación por aquel fruto de la tierra, pulido por manos sagradas. “Nadie puede adivinar el pensamiento”, me repetía.
Mandé a dos de mis doncellas a la joyería y el vendedor dijo no conocer a la persona que adquirió la joya; ¡ha pagado por mantener su identidad oculta! ¿Qué quiere de mí?
Los hombres no van por la vida regalando aderezos a las mujeres porque su belleza los deslumbra. O quizá es posible que eso sea mi perdición, el desinterés de la persona me inquieta, ¿seré parte de un experimento?
Mi habitación está llena de joyas preciosas, de mis estantes cuelgan collares de perlas irisadas, en mi tocador hay esparcidas pulseras de diamantes y el oro brilla más que el sol sobre mi cama. Todo es circular, infinito.
Una mano delicada me arrastra al centro de la habitación. Soy una diosa, estoy segura de que sólo lo divino es acariciado por la belleza absoluta.
Tengo nuevamente la impronta del lujo. Un halo de eternidad me rodea. La mano me acaricia, entra, saborea todo con sus yemas encarnadas que chupan mi miel como esponjas marinas. Mi boca se seca. Ya sé que desperté del sueño.
El collar sí existió, yo fui inventada: una tarde calurosa dos amigos caminaban. Gustavo Adolfo Bécquer y otro.
Uno de ellos vio el collar de esmeraldas resplandecientes e inventó una historia en la que me dedicaba su vida, escribía un libro para ganar dinero, ¡vaya insensatez!, y luego como en El jugador, de Dostoyevski, lo apostaba todo para comprarme la joya. Estoy atrapada en una historia que no viví. Quizá se deba a que La historia de eso que aún no ha pasado, de Joseph Méry, acaba de suceder una vez más.
Referencia:
Bécquer, G. (1862). El aderezo de esmeraldas. Fundación El Libro Total. https://www.ellibrototal.com/ltotal/?t=1&d=7131