teatro

Se refiere al que está intencionado como objetivo de la obra de teatro

Se refiere al que está intencionado como objetivo de la obra de teatro

Si bien es cierto que una obra dramática nos aporta infinidad de capas de significado, no lo es que todas ellas sean operantes para la comprensión específica del texto o montaje que se está tratando. Hemos dicho antes que, en lo que se refiere a los criterios de análisis literario y, por ende, del drama, en general, se suelen tomar dos caminos: la comprensión por sus valores culturales o del contexto de producción y el que implica su observación técnica.

De entrada, recordemos que la dramática, como texto escrito, es un organismo situado dentro de la literatura, pero funciona sustancialmente distinta a la poesía y a la narrativa, en tanto que el drama está concebido para ser escenificado. Esta peculiaridad dota a su diseño de una serie de compuestos para mantener la atención del espectador.

Luego, la apreciación desde sus componentes técnicos resulta la estrategia más obvia —por necesaria— para entenderla dentro de los términos en que está planteado y no otros, ajenos a su estructura; esta decisión disminuye una valoración desenfocada. Como parte de estos componentes, se encuentra uno que suele resultar controversial, a pesar de que, quizá, sea el más tangible y, por lo mismo, el que pasamos por alto: la sensación que provoca una obra dramática en su espectador.

Cuando hablamos de sensación, nos referimos al efecto general producido, el que está intencionado como objetivo de la obra, y no, como suele confundirse, con la particular interpretación que cada quién hace de lo que observa. ¿Por qué es importante esta aclaración? Porque el teatro es un arte de la colectividad; se representa en un espacio y tiempo definido, con una serie de artífices, previamente calculados, para que un conjunto de personas reaccionen como si de uno solo se tratara.

De ahí que la primera y más importante estrategia para la comprensión de lo que se lee o ve en el teatro es la que se deriva de la pregunta: ¿qué produjo en mí? Misma que podría replantearse con: ¿qué busca provocarme esta obra? Por supuesto que este proceso es posterior a la experiencia escénica, en su lectura o representación, ya que esta clase de efectos no requieren explicación: se ríe, se llora, se angustia, se escandaliza ante el acto. Todo ello, sin necesidad de justificación cuando las cosas están planteadas desde la emoción para la emoción.

Proponemos un ejercicio a nuestros lectores. Leamos, por ejemplo, El misántropo, de Molière, y Muerte de un viajante, de Arthur Miller, y pongamos en práctica este recurso. Una vez terminadas las obras, hagamos las preguntas: ¿qué emoción impera en una obra y cuál en otra? Entonces, tendremos un primer elemento para estudiar y comentar, ya que la siguiente pregunta necesaria será: ¿por qué? 

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