No recuerdo mucho del 2020. En ese año era yo todavía muy pequeña, tomaba las clases en la televisión y en ese entonces mi madre seguía viva. Ella fue otra de las víctimas de esa enfermedad. Nada volvió a ser igual después de todo eso. El mundo que entró en el Gran Confinamiento murió en él, junto con todas aquellas personas, y lo que surgió luego era aún más frío, distante y desagradable que antes.
La pandemia en realidad nunca terminó, pero dejó de ser el SARS-COV-2. Era ahora la soledad y el suicidio, todos estábamos solos, aislados. Desde aquel momento, luego de que la segunda oleada fuera incluso peor que la primera, todos dejamos de salir a la calle. Las vacunas llegaron al país pasados tres años del inicio del desastre. Pero la gente siguió en sus casas.
Las escuelas y los trabajos no esenciales, como se les llamaba durante esos días, nunca regresaron a ser presenciales. Jamás volví a estar en un aula real. En su lugar tomé clases frente a un monitor en el cual veía imágenes moviéndose de otras personas, escuchaba sus voces y ellos la mía. Ya he olvidado cómo era hablar en persona con alguien que no fuera mi padre o mi hermano. Incluso lo que tenemos no son conversaciones. Son intercambios de frases obligatorias.
Tampoco recuerdo cómo se veían las calles con gente. Eventualmente dejaron de utilizarse, ya no hay andadores, la automatización ha vuelto las cosas extrañas. Son drones los que hacen el mandado por medio de una aplicación, son drones los que salen de almacenes sin puertas, los humanos ya no van allá, ¿por qué tendrían puertas?
Mi padre solía tener un auto, de los que se conducían de forma manual y eran particulares, lo vendió hace mucho. No lo necesitaba, ya no tenía que ir a ningún lado, no había sentido en tenerlo. Las cosas cambiaron ese año. No pasó mucho para que las máquinas nos reemplazarán en una buena parte de los empleos. Pocos esperaban que lo mismo le pasara a los médicos,y aparecieron los drones y los autómatas capaces de diagnosticar. Cuando las cosas eran más graves podían trasladarlos a hospitales donde no había personas salvo por los pacientes. Decían que así podrían evitar el error humano.
Poco a poco nos volvimos distantes entre nosotros, siempre estábamos hablando con alguien más, pero nunca estábamos realmente con esa persona, pues se reducía a un perfil sobre una pantalla. Eso nos llevó a sentirnos cada vez más apartados, extraños de nuestra sociedad. Dejamos de ser capaces de socializar y, también, de estar solos con nosotros mismos.
La eutanasia se legalizó. Al principio se requerían condiciones especiales para solicitarla al gobierno. Recuerdo que eran ser mayor de 65 años, comprobar que no hubiera ningún familiar cercano o padecer una enfermedad terminal. Después la edad bajó a los 60, los 55, los 45 y hoy sólo basta con ser mayor de edad. Ya ni siquiera importa el estado de salud, podrías estar completamente saludable y aun así recibir esa píldora que te duerme tan plácidamente. A veces esa píldora no era necesaria y no era raro escuchar en la noticias: “individuo es encontrado en su casa colgando del techo; se estima que estuvo ahí por dos años antes de que los drones de servicio lo encontraran”.
Así fue como surgieron los grupos de “lefting”, gente que se suicidaba de forma colectiva, los más osados se encontraban físicamente para hacerlo, pero generalmente lo hacían en directo por internet junto con otros tantos sujetos. Escuché alguna vez en la televisión que en ciertos círculos eran considerados héroes, valientes capaces de deshacerse del sufrimiento de la soledad.
Muchas veces sentía cómo la vida se me escurría de entre los dedos, me recostaba sobre mi cama y miraba al techo. Ensimismada, dejaba que surtieran efecto las píldoras que me ayudaban a calmar la ansiedad y maquillar la sensación de vacío en mi pecho. Mi teléfono parpadeaba, hablaba con gente de todas partes del mundo, en el epítome de la comunicación, y nunca me había sentido tan abandonada y sola.
Me rehusaba a tomar las pastillas para dormir y no era extraño encontrarme a las 4:00 AM aún despierta. Con los ojos enrojecidos y el rostro pálido bañado por la luz mortecina del teléfono. Sabía que no era la única que me sentía así. Aunque a nadie le agradaba admitirlo y tomárselo en serio; eso no era lo ideal, sentirse apartado y mal no era algo atractivo que mostrar a menos que fueras famoso.
Cierta madrugada, mientras navegaba entre el mar infinito de noticias que aparecían minuto a minuto, en mi bandeja de entrada encontré algo que me llamó la atención: un artículo que mencionaba la vida antes del Gran Confinamiento. Estaba lleno de imágenes con calles llenas de gente, de personas reunidas. Por alguna razón se sentía muy distante, demasiado alejado de la vida real. Era como ver aquellas imágenes extrañas de la primera Guerra Mundial y pensar: “¿así era antes?”, a pesar de que no había pasado más de una década desde entonces. Me di cuenta de que no tenía ninguna ventana.
La luz de las lámparas era similar a la de los antiguos submarinos, lo mantenían a uno tan saludable como podría estar sin recibir luz solar y cambiaban dependiendo de la hora del día para reducir su impacto en los ciclos de sueño, en algún lugar había leído que al atardecer se le llamaba “la hora dorada” y ya no recordaba cómo se veía una puesta de sol ni un amanecer, ni el cielo azul ni la sensación de la lluvia sobre mí.
De pronto me sentí encerrada, me sentí en una caja sellada y la tentación de abrir la puerta de mi casa y salir se volvió atractiva, luego algo me detuvo, una dulce voz me decía al oído “quédate en casa”, la voz no tenía rostro ni género ni nada que la hiciera identificable para mí, era más bien un vago recuerdo que se había grabado en lo más profundo de mi mente. Aparté la mirada de ese rectángulo en la pared que no se había abierto en años. “Salir no trae nada bueno, es mejor quedarse dentro”. Una vez más las cosas cambiaron para mí.
No tenía ninguna ventana en mi casa ni en mi habitación. Lo más parecido era una rejilla de cristal sobre mi cama, no superaba en tamaño a mi mano y desde ahí no se veía nada más que el edificio de enfrente y una pequeñísima parte de la calle; la rejilla había servido una vez como ventilación pero ahora era una abertura que me permitía ver más allá de las pantallas.
Me obsesioné con observar desde aquella ínfima abertura. Me di cuenta de que si bien no podía ver un atardecer, podía ver los reflejos dorados y rojizos del sol ocultándose y también la sombra de los edificios que me rodeaban alargándose conforme la noche se acercaba. Después de eso todo se volvía totalmente oscuro, ya no había farolas en las calles. Observé por un par de semanas a través de la ventanilla, luego de eso dejó de ser suficiente para mí.
En mi teléfono observaba cómo algunos audaces se habían atrevido a salir de sus casas y colocaban cámaras sobre los techos de los edificios. A veces también salen con drones a explorar los paisajes que ahora se antojaban extraños, bosques perdidos que se habían formado en los parques que algunos habían logrado salvar a través de los autómatas. Pronto me encontré con comunidades en la red con la iniciativa de volver a salir a las calles, aún no tenían un nombre concreto, pero apoyados unos en otros encontrábamos una pequeña esperanza para paliar la soledad.
En mi pecho crecían las ganas de salir al mundo, pero siempre que me paraba frente a la puerta, las piernas me temblaban y no podía dar el paso final. Aun así, no dejé de ver a los valientes individuos que se atrevían a salir y grabar el mundo. A veces, incluso, se encontraban con otras personas sin la intención de suicidarse juntos.
Las luces estaban doradas en el techo, en mi teléfono se reproducía una imagen de lo alto de un edificio que miraba hacia el atardecer. En un instante comenzó a salir humo de las lámparas y explotaron una tras otra; empezó a sonar una alarma, era la de incendio, en poco tiempo el techo se envolvió en llamas y los aspersores no respondían.
Mi padre rápidamente abrió la puerta y salió arrastrando a mi hermano mientras me llamaba por mi nombre. Yo estaba cautivada por el fuego, nunca había visto una llama. El mundo desapareció por un instante, mi padre me cargaba hacia afuera, mi corazón era un fuerte murmullo que golpeaba mis oídos. Estábamos bajando las escaleras, no recordaba cómo era eso, las luces estaban todas apagadas y se encendían perezosamente conforme avanzábamos. No parecía que las hubieran usado en mucho tiempo, algunas parpadearon y ya no encendieron más.
Mi padre dudó antes de abrir la puerta del edificio, ya escuchaba a los drones bomberos acercarse. En un impulso empujé la puerta que cedió con un chirrido. Lo primero que vi fue el edificio de enfrente, estaba bañado en un juego de sombras oscuras y gélidas y un cálido dorado. Mis piernas estaban paralizadas, no podía moverme, la cabeza me palpitaba y el mundo se detuvo.
Estaba afuera, por fin. El aire denso y brumoso me abrasaba los pulmones, los ojos me ardieron, no podía respirar sin sentir una desagradable sensación en la boca y en el pecho; aun así reía, reía a pesar de la tos amarga que me quemaba la garganta. Mi piel comenzó a dar comezón, di unos pasos lejos de mi edificio, no recordaba la última vez que lo había visto desde fuera. Me ahogaba entre ese aire impuro y grisáceo pero la alegría me llevaba a seguir caminando, mis ojos llenos de lágrimas se encontraron, cara a cara, por primera vez desde el Gran Confinamiento, con la hora dorada.