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Esperanza sin nombre

3er. lugar Concurso literario Memorias de la Pandemia
Julissa Samanta Pacheco Guzmán
Plantel Azcapotzalco

En las noticias alejan cada vez más el día en que regresemos a la normalidad, o lo que más se le parezca. En estos días los enfermos han pasado de ser un número, a tener la cara y nombre de mis conocidos, de amigos de mis amigos. Sentada, recuerdo una improvisada visita a Coyoacán que sucedió meses atrás, cuando ni siquiera imaginábamos esto.

Fui con un amigo, y la pasamos bien: la nieve obligatoria, tacos de canasta en una esquina, una visita a la exposición de Da Vinci, una perforación más improvisada que la propia visita y una larga, larga caminata. Sin embargo, lo que más recuerdo, sucedió después de que decidimos que ya era hora de volver a casa. Escogimos el metro, el metro de siempre, el que deja a la vista el México desigual más que el México diverso, el metro sucio, el metro que a veces parece un campo de batalla y no un medio de transporte.

Ya arriba, después de platicar un rato, la conversación simplemente terminó y mis ojos comenzaron a vagar por el pasillo, hasta que me percaté que frente a nosotros había una mujer joven con una niña que no pasaba de los seis años, y un bebé envuelto en sus cobijas.

Ocuparon mi cabeza al instante: pensé en lo difícil que debe ser cuidar un bebé y vigilar que tu niña no se vaya, que no se te pierda entre tanta gente, que nadie se la lleve. Más aún, lo difícil que debe ser cuidarte y además, cuidar dos vidas sin descanso. Deseé que adonde fueran, hubiera alguien esperándolas, alguien que pudiera tenderle la mano a la mujer.

Ajena a mis angustias imaginarias, la niña depositaba en su hermano la muestra de amor más pura que había visto. Lo miraba inmensamente enternecida, lo acariciaba con las yemas sobre la cobija y tímidamente le dio un beso en la frente, como si temiera romperlo. Su cariño era tanto que hubiera jurado que no había peligro del que ella no pudiera protegerlo.

En medio del cansancio y de la hostilidad que se percibían en el vagón, del futuro como siempre, incierto y de la desigualdad, estaban ellos tres.

—Como si pensaran “Ojalá nunca te enteres lo horrible que es el mundo” —me susurró mi amigo. Estaba tan absorta, que ni siquiera me di cuenta que él también los miraba, y me reconfortó que viera en ellos lo mismo que yo.

Dos estaciones después bajamos del vagón y fuimos al paradero para continuar con el regreso a casa.

Hoy pienso en ellos y espero que estén bien. No me puedo desprender de la idea de que somos tan pequeños y vulnerables como aquel bebé, que tarde o temprano nos veríamos cara a cara con una amenaza de la que nadie puede protegernos. Sin embargo, deposito mis esperanzas en que el amor que nos tenemos, y el deseo de cuidar a quienes amamos, nos saque pronto de aquí.

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