Las historias orales querían seguir libres

Literatura mexicana

Las historias orales querían seguir libres

Literatura mexicana
Las historias orales querían seguir libres

Dormí un poco y me soñé en medio de una milpa seca y rubia, tenía un vacío muy grande en el interior: lleno de maíz. El amarillo del sol me despertó. La lluvia en la ventana me golpeó con la historia que me relató mi tía Martha, después de decirle varios textos de la compilación de Cuentos populares mexicanos, reescrita por Fabio Morábito.

El libro tiene esa característica: quien lo lee desea contar las historias del libro, pero también las que ha oído, vivido o imaginado. Es una puerta, un mirador del interior de ese libro. Al tiempo que fija una parte de la tradición oral. La conserva y al tiempo la ahoga.

Me coloqué en medio de una habitación y me convertí en princesa medieval comiendo una tortilla fría que me ofrecía una niña. Escuché el horrible grito de dolor de una mujer y un ruido fortísimo; me desmayé.

Al despertar, la puerta del cuarto estaba arrancada, salí y me interné en el bosque; viví ocho años en una cueva con la muerte, tuvimos tres hijos, ella siempre estuvo custodiada por dos leones.

Un día, años después, regresé ya muy enferma a la habitación y grité de dolor y soledad, entonces supe que era yo a la que había escuchado sufrir en el futuro. Pero como todo sucedió en mi interior, no podía realmente vivir la experiencia de la tradición oral.

En ese momento descubrí que las historias orales populares, ahora en su jaula libro, querían seguir libres y atravesar otros cuerpos vivos, para ser un trabajo siempre en proceso de creación.

Por eso me planteé la idea de contar mi versión de uno de ellos para el periódico. No lo logré con ninguno. Lo más que conseguí es el párrafo dos que acá transcribo.

“El problema es que no tengo audiencia viva”, pensé.

Puse manos a la obra; durante las dos semanas de vacaciones me hice amiga de algunas señoras de la cuadra, y les empecé a contar los cuentos que me parecían interesantes. Al principio noté sus reacciones de extrañeza, pero después aparecieron con sus hijos; rápidamente tuve a siete niños con sus madres formando un círculo y yo contándoles cuentos.

A los pocos días, los chicos ya llegaron solos, sin mamás. Me encontré, entonces, organizando actividades: una de ellas consistió en leer un cuento y después contarlo.

Me sorprendió un chico que fue trufando con la historia preguntas que los otros intentaban responder. Contó “La flor de Lily-Lo”, y lo primero que cuestionó fue “¿Por qué no iba el padre por la flor en lugar de mandar a los chicos?”.

Luego continuó la historia y apuntó: “¿Cómo unos padres pueden matar ellos mismos a sus hijos asfixiándolos con chile quemado?”.

Hubo más preguntas, pero estas dos generaron una discusión extensa. La conclusión a la primera interrogante fue que el padre estaba evadiendo su responsabilidad y, como parecía tan agobiado por no perder a su esposa, sus hijos pasaron a un segundo lugar.

Después nunca llegaron a entender por qué unos padres matarían a sus hijos, no importa que fueran los asesinos del menor.

Los dejé hablar.

Ya al final se me acercó una niña muy menuda y me dijo: “Yo creo que la historia trata de un mismo niño dividido en tres que murió y resucitó como el hijo de la virgen, es posible que estuviera muy enfermo del espíritu y él no lo supiera, y todo sucedió en su interior”.

Sin duda era una interpretación plausible, luego agregó: “Ya me compraron el libro, leí toda la noche y decidí que quiero dedicarme a escribir cuentos como esos, pero no le diga nada a mi mamá”.

Estornudé y sonreí complacida. La niña se marchó abrazando el libro.

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