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Caja de arena

Un pequeño yo de dos años jugaba en la caja de arena de un parque infantil. He de admitir que a esa edad me encantaba meterme cosas a la boca, por lo que me pregunté: “¿por qué no he probado la arena? No tengo idea a qué sepa”. Entonces lo hice. Fue extraño pues no encontré ningún sabor llamativo o descriptivo en lo que yo pensé sabría a sal.

Decepcionado y molesto por mi nuevo descubrimiento, me percaté que una bestia de tamaño abismal, de aproximadamente 10 años de edad, comenzó a caminar en mi dirección con una de las sonrisas más aterradoras que había visto en toda mi vida. Se detuvo ante mí y me preguntó:

—¿Qiuersd jdsaks?

No tenía la menor idea de lo que acababa de decir, pues mi pequeño cuerpo no terminaba de comprender los conceptos del lenguaje. Sin embargo, mi “representante oficial”, es decir mi madre, accedió a plantear una cita de juegos con ese gigante, sin siquiera preguntarme. Enojado me alejé de lo que en ese momento era mi único hogar: la caja de arena.

Comenzamos a jugar. Me percaté del favor que me había hecho mi madre, pues el gigante era una especie de veterano de los juegos infantiles, en específico del tal Subibaja, al que jamás me había siquiera acercado.

¿Qué había hecho para jugar con este experto titulado de los juegos infantiles? ¿Acaso me había ganado la lotería?

En esos grandiosos quince minutos no tuve ni una sola queja sobre su comportamiento, fue hasta que ese monstruo decidió que era una muy buena idea bajarse del Subibaja mientras yo seguía arriba, por un segundo, sostenido en el aire, mi pequeño cuerpo no pudo combatir con las conocidas leyes de la física. Caí directamente en medio de la atracción infantil.

Una parte de mi cabeza no estaba muy contenta con la otra, decidió que ese sería un gran momento para separarse y así lo hizo, como era obvio, comencé a llorar El gigante se percató de esto y en vez de detenerse a ayudarme, decidió escapar.

Derrotado en el suelo y llorando a cántaros mi representante oficial finalmente notó que estaba en el piso con una herida que tendría que ser tratada por los mejores médicos de Ciudad de México: Farmacias Similares, la más eficaz veterinaria de humanos de pequeño tamaño que había en toda la ciudad —la menos costosa también—. Sus mejores doctores y cirujanos actuaron con rapidez, lograron hacer que las dos partes de mi cabeza se pusieran de acuerdo y resolvieron sus problemas, al menos momentáneamente.

 

Todo esto queda como la historia de la primera vez que comí arena. Ah, y la última vez que me subí a un Subibaja. Hoy en día recuerdo con gracia esa ocasión, pues muy en el fondo fue gracioso cómo todos esos eventos escalaron desde cero, nunca más volví a ver al gigante cerca del parque infantil, así que se podría decir que gané, pues me quedé con todo el territorio, como un yakuza o un gangster. Algo así de imponente, sólo que concentrado en una criatura de al menos dos o tres años.

Desde aquel día mi madre no me permite acercarme a esos “juegos del diablo”, que piensa,  atraen mala suerte, yo sé que son una de las máquinas de escribir más potentes y accesibles del mercado.

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