El autor irlandés se distingue por su obra en la novela negra

Género policiaco

El autor irlandés se distingue por su obra en la novela negra

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El autor irlandés se distingue por su obra en la novela negra

Bajé las escaleras-jaulas de ave de mi edificio, el gato del paliacate verde maulló mientras atravesaba mi pierna al restregarse: ya era un fantasma.

Mi cuerpo me llevaba a la salida cuando vi una camisa negra colgada en el gancho de una rama. El pedazo de tela con forma de hombre se inflaba al compás del viento y comenzó a seguirme con su esqueleto de alambre y su mirada de aire.

Sentí que algo gris y pegajoso me envolvía y no pude moverme más. No grité mientras un cuervo se paraba sobre mi cabeza y me picoteaba la mollera dura.

La sangre corrió por mi rostro de carne-piedra-transparente. Me instalé en el terror de vivir en mí sin la ansiedad que escapa con el movimiento del cuerpo.

Algunos comenzaron a pararse, extrañados frente al cuervo, que a sus ojos vomitaba sangre, pero no hacían nada, miraban al engendro como poseídos, luego un niño que cruzó la valla de vecinos me tocó y cayó muerto al instante. Para todos murió sin razón, no me veían.

Enseguida tres mapaches salieron de entre los árboles, se lanzaron sobre mí y chillaron clavados de mi carne. Dos enamorados en bicicleta se estrellaron con un muro de piedra al ver, imagino, a los “bandidos peludos” flotando.

Llegó lo negro; la noche. Todo estaba frío.

Pegada al pavimento, invisible e inmóvil, me salieron raíces óseas de los tobillos e invadieron en un solo día el estacionamiento.

Los coches estaban del lado, algunos atravesados por mis huesos. Entonces todos tendrían que irse y yo me quedaría por fin sola con mis ramas de carne rosa y mi follaje negro y ondulado. Era una mujer muy grande, una mujer expandida.

Después de parir la inmensidad de mi cuerpo-árbol recordaría los cuentos que leí durante el año, pensaría en los personajes inventados para mi columna, me reiría de mi álter ego a quien siempre le suceden cosas extraordinarias.

Aunque quizá, sufrí al pensarlo, comience a ser tan árbol que me olvidé de ser mujer, de pensar como humano.

Ya para ese momento, una multitud me rodeaba en torno a una zona acordonada. Me lastimaba la luz fortísima de un par de helicópteros que no dejaban de apuntarme.

Pensé en mis perros, ya llevaban muchas horas encerrados y sin comer, también me martirizaba la entrega de mi texto para la Gaceta.

“Qué más da”, y adapté los versos de Pessoa en su poema “Tabaquería a la situación: “Un día ya no existirá esa Gaceta donde escribí algunas líneas, ni el idioma en el que fueron pensadas”.

Si hubiera muerto en aquel instante, posiblemente habrían bajado a alimentarse de mi sangre todos los animales que viven en los alrededores.

El bosque estaba cerca. Escuché el sonido de los seres bajo mis ramas, los vi con mis nuevos ojos de árbol.

Algunos médicos querían acercarse, pero simplemente no pudieron: había una barrera metálica en forma de cubo en torno mío. Ellos no la veían. ¿Estaré aquí hasta el final de los tiempos?, pensé aterrada.

Todo iba bien, me disponía a desayunar. Por esa razón bajé las escaleras-jaulas de ave apenas había terminado de hacer ejercicio.

De entre la multitud, apareció una mujer en silla de ruedas que se acercó empujada por alguien, ya de cerca me di cuenta de su falta de piernas, lo que había después de su tronco era una cola con escamas.

Creo que alguien había inventado a un ser así, “un escritor dublinés” casi estoy segura. Uno raro de esos a los que la escritura les sale de a chorros; fresca y clásica, en tramas donde habita el mal; sutil y encantador; John Connolly creo que se llama.

La mujer con cola abrió un libro de tapas negras y leyó lo siguiente con una voz apenas audible: “Aún puedo detener todo esto. El mundo está cambiando, pero puedo conseguir que vuelva a ser como antes”.

La asistente de la mujer con cola descolgó la camisa negra del gancho en la rama y se la puso. Vino una ola de calor y cientos de grillos grillaron.

Los seres de la noche cantaban una deliciosa Música nocturna, yo estaba muy cansada cuando por fin pude ver mi mano iluminada por la luz de los helicópteros.

Me metieron rápido en un auto. “Ya llegaron”, escuché a lo lejos, y tres sacerdotes entraron a mi jaula.

Connolly, J. (2014). Música nocturna. Tusquets.

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