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Dentro de la jerga judicial, existe un término que para algunos policías y peritos de investigación connota la “calidad moral” (vista desde la lógica heteropatriarcal) que una mujer desaparecida, potencial víctima de feminicidio o trata de personas, tiene, al momento de investigar el caso: la “mala víctima” es un término coloquial, utilizado de manera interna y, evidentemente, a discreción de algunas autoridades.

En el libro La fosa de agua. Desapariciones y feminicidios en el Río de los Remedios (2018), la periodista mexicana Lydiette Carrión documenta uno de los casos más significativos, aunque poco mediáticos, de feminicidios en el Estado de México. Se trata de una red de feminicidas seriales constituida, principalmente, por varones menores de edad que operaba desde el 2010 y hasta el 2014 en algunas zonas de Ecatepec y Los Héroes Tecámac. Dicho grupo actuaba en complicidad con funcionarios del gobierno estatal y policías municipales y se le adjudica la desaparición de más de 60 mujeres (hay notas periodísticas que manejan la cifra de 160), de entre 12 y 17 años, alrededor de 12 feminicidios y operaciones de narcomenudeo al interior de escuelas secundarias de la zona.

El modus operandi de este grupo y el contubernio de los agentes ministeriales dejó el caso congelado durante cuatro años. Este era que, una vez desaparecidas y privadas de su libertad, los padres recibían desde el número celular de sus hijas mensajes como: “Perdón porque les fallé, pero es que no sé si me perdones porque estoy embarazada” (Carrión, 2018, p. 66). El factor común de al menos cuatro desapariciones de jóvenes menores de 18 años, entre 2011 y 2013, fue la prevalencia en el envío de dichos mensajes que aludían siempre a poner entredicho la “moralidad” y el “buen nombre” de las jóvenes, incluso cuando, según peritajes posteriores, ya habían sido asesinadas.

En el caso específico de Bianca Edith Barrón Cedillo, una joven de 14 años desaparecida el 8 de mayo del 2012 y el único feminicidio probado por las autoridades en este caso, la serie de mensajes comenzaron a llegar la misma noche de su asesinato y continuaron llegando durante dos años después de su muerte. Eran los asesinos quienes escribían y enviaban los mensajes para desprestigiar a

las víctimas, desviar las investigaciones y mantener en vilo la esperanza de la familia por su regreso.

Por esa serie de mensajes que llegaban sobre embarazo y aborto, se extendió la idea de que “lo que fuera que hubiera ocurrido, Bianca se lo había buscado” (Carrión, 2018, p. 45) y no valía la pena buscarla al no ser considerada “una buena víctima”. En palabras de Carrión:

Aunque es real, que cuando una persona desaparece, es necesario buscar pistas en el entorno cercano, los judiciales mexicanos han desarrollado la facultad de hacer, sentir culpables a los familiares de las víctimas; de hacerle sentir miedo al denunciar. Para la policía, pareciera que su labor no implica indagar, en probable indicios o pistas, sino desalentar que de hecho se realice la investigación. (Carrión, 2018, p. 45)

Sabemos que, dentro del ámbito jurídico, lo anterior puede ser caracterizado bajo la noción de revictimización como una práctica relativa a la carencia de sensibilidad por parte del sistema de Poder Judicial, en donde no se cumplen a cabalidad las garantías expuestas en el Código Procesal Penal para las víctimas (Smith y Álvarez, 2007); sin embargo, este hecho alude a una esfera socio-cultural más profunda: el impacto que deriva del descrédito basado en la visión heteropatriarcal de lo que debería ser una mujer y cómo debe comportarse conforma representaciones sociales basadas en prejuicios que dejan huellas de tipo simbólico y afectan no solo la manera en que estos padres ven a sus hijas, sino la forma en que sociedad misma concibe el rol de la mujer.

La categoría de “la mala víctima” se coloca en una condición misógina-patriarcal que reproduce sus intereses sobre perspectivas estereotipadas de condición misógina-patriarcal que “legitima el dominio masculino y la desigualdad social de género” (Valenzuela, 2016, p.5). Es, finalmente, un estereotipo que pone en evidencia la condición de vulnerabilidad de género que coloca en un estado de indefensión convirtiéndolas en blancos fáciles de abuso en coordenadas de precarización social.

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