Espartaco Rosales Arroyo

Hace 15 años trabajaba en Editorial Colibrí con el poeta Sandro Cohen y la escritora Josefina Estrada. Mi mundo eran los libros. En aquel Edén literario casi todo era perfecto. El problema es que los libros que editábamos se vendían poco. La salud económica de la editorial era frágil.

Visionaria como es, mi esposa Guadalupe Sánchez, quien llevaba dos años como profesora de CCH, me sugirió acudir a la convocatoria de la UNAM para seleccionar docentes para su bachillerato.

–Puede ser que a ti te guste ser profesor, tanto como a mí– sonrió.

 

Acudí al plantel Sur y realicé una larga jornada que incluyó diversas y agotadoras pruebas. Llegué a casa exhausto y, mientras cargaba a nuestro bebé, Lupita trabajaba.

—Tengo que hacer un par de estrategias– decía.

Yo la veía revisar un libro y luego trazar esquemas, escribir notas.  Lo que hacía era un misterio para mí. Tiempo después, recibí una llamada de Vallejo; se me invitaba a incorporarme a su planta docente. Me ofrecían dos grupos, uno de tercer semestre de Lectura y Redacción y otro de quinto, de Comunicación. Acepté y le hablé a Lupita.

—Yo te ayudo. Te paso el Programa— me dijo emocionada.

Daría clase en la tarde. Me organicé para combinar mis trabajos. Aunque Lupita me llenó de sugerencias y me explicó rudimentos que tenía que conocer, llegué nervioso a mi primera clase, en el edificio C. Allí me esperaba un grupo de “veteranos” estudiantes que lo conocían casi todo.

—Preséntate, diles quién eres y busca que ellos hablen, que descubran que el salón será un espacio para defender sus ideas— me había dicho Lupita.

—¿No tengo que ser yo el que explique todo?— pregunté.

Con paciencia empezó por abrir mis ojos a una nueva forma de enseñanza. Su sentencia fue abrumadora:

—Lo primero que debes saber es que no eres el centro. Los importantes son ellos, cada uno. Y son ellos quienes tienen que construir sus aprendizajes. Tú los vas a propiciar.      

Con dificultades, preguntas que me sacaban de balance, pronto advertí la soltura de algunos. Tímidamente primero y con frecuencia después, chicas y chicos hablaban sobre lo que se les proponía y defendían sus ideas. Mi temor de no llenar el tiempo de la clase, se esfumó. Siempre quedaba algo pendiente, algo que decir y, lo mejor, es que eran ellos quienes deseaban hablar.

Fue así como empezó todo hace 15 años. Y mientras escribo esto, en los 50 años del Colegio pienso en los miles de estudiantes con quienes he compartido un salón y sé que es a ellos —y a Lupita y mis colegas— a quienes tengo que felicitar y agradecer en este aniversario, por ser quienes han moldeado, cada día, al profesor que ahora soy.

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