El fuego es el portador de un comienzo, acaso alienado

“Todos los pilotos muertos”

El fuego es el portador de un comienzo, acaso alienado

“Todos los pilotos muertos”
El fuego es el portador de un comienzo, acaso alienado

En el Apocalipsis de San Juan se presagia una tierra nueva habitada por Cristo, después de que el diablo es lanzado al lago de fuego y azufre, por un tiempo definido, no por los siglos de los siglos, recordemos.

Aquí el demonio ya no es una serpiente, ha mutado en un dragón de siete cabezas y diez cuernos, además vuela, acaso como un Quetzalcóatl o un avión de combate, entre los ángeles y los cuatro jinetes que presagian el final de una era.

En ¡Absalón, Absalón!, de William Faulkner, el final lleva a un nuevo comienzo también después del fuego; y, según Lois Parkinson, las narraciones del dueño e inventor de Yoknapatawpha, ubicada al noroeste del Mississippi, son herederas del Apocalipsis bíblico.

Comparto la opinión de Parkinson en cierto sentido, aunque también muchas de sus tramas son, además, de inspiración trágica griega.

Hay en esta novela abismal una utopía, una esperanza de que los negros y los blancos sean uno, dado el impulso por la posesión del otro y el dominio de lo que nos rodea, no es por igualdad o compasión.

En el cuento preferido de Onetti, “Todos los pilotos muertos”, de Faulkner, el fuego es el portador de un nuevo comienzo, acaso alienado y mediocre. Las llamas pueden acabar con los vestigios palpables de los hombres caídos en una guerra ajena.

La reflexión final del protagonista de este texto, encargado de censurar las cartas de los pilotos en combate, dice a propósito de unos papeles arrugados después de la muerte de uno de los protagonistas: “Una astilla de madera, dos centímetros de largo, con una punta embadurnada de fósforo, es más larga que la memoria o el dolor; una llama no mayor que una moneda de seis peniques contiene más ferocidad que la valentía o la desesperación”.

Al más puro estilo faulkneriano, el narrador de “Todos los pilotos muertos” no es casi nunca testigo de los hechos: le son contados por otros o los lee en las cartas, y sólo ve los resultados del combate entre dos hombres, no por la patria, sino por una señorita, al parecer amante de ellos: Sartoris y Spoomer.

Hay también un perro que pareciera una bisagra entre los dos, el que los huele, los persigue y los presagia: un nahual compartido.

La señorita, objeto de deseo, regentea en Amiens, Francia, un bar maloliente, incrustado en una callejuela de difícil acceso.

La mujer se adorna con las baratijas que le regala uno de sus amantes: perfecta decoración no sólo de la joven, sino del lugar que recuerda a los espacios decadentes de Onetti, quien tradujo este relato sin cobrar, según él “por puro placer”, y cómo no creerle si los escritores hacen eso quizá siempre.

El uruguayo asegura que es el mejor de entre todos los cuentos del norteamericano, quien también fue piloto, alcohólico y mentiroso. Conmueve saber que cuando le dieron el Nobel a Faulkner, sus libros llevaban varios años fuera de circulación. Se gastó todo el dinero en una casa como la de una de sus novelas y en alcohol para él y su esposa.

Sorprende el tratamiento de los objetos durante “Todos los pilotos muertos” , acaso únicos testimonios de lo ocurrido.

Las cartas son como en Othelo, en La carta robada, en Drácula, y en tantos textos más la impronta de la nostalgia.

El texto fragmentado comienza con la descripción de la fotografía de unos pilotos flacos envueltos en cuero y en metal, perfecta metáfora de la vida salvaje del cazador y el hombre como parte de la máquina; orgullosos posan en una instantánea, 13 años después con las orillas de la foto desgastadas como sus cuerpos ya gordos pagando una casa quizá blanca, con jardín y niños y un perro.

La guerra es descrita como los “mejores” momentos de unos hombres con ímpetu de destrucción.

Este vivir el Apocalipsis personal desaparece en la cotidianidad y en el habitar la Tierra prometida, Estados Unidos, con sus verdes y bien podados campos de golf, escenarios antaño también de sangre y destrucción ven a los hijos o nietos de la muerte con satisfacción, aunque la mayoría de las veces con indiferencia.

¿Ésta es la Tierra prometida?, ¿será la eterna nostalgia de la guerra lo mejor para habitarla? Todo lo que hacemos nos lleva al encuentro con el fuego, a la purificación. Ese fuego como sol ardiente ya lo siento entre los huesos y no puedo huir, veo fascinada al dragón de siete cabezas y me confundo con su alma oscura. El apocalipsis es ahora.

Faulkner, W. (1950). Colleted histories. Random House.

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