Antes de la salida del sol, del lunes 3 de abril de 1972, cientos de estudiantes de nuevo ingreso llegaron a los planteles Oriente y Sur. Cruzaron las entradas principales de esas escuelas del CCH para inaugurar con su presencia, junto con profesores y trabajadores, los dos centros educativos del Colegio, que el rector de la UNAM, Pablo González Casanova, había comprometido para dar respuesta a las demandas de ingreso de “un mayor número de mexicanos”. Con un amanecer frío, a las 7 de la mañana, en el oriente del Distrito Federal, se veía cómo bajaban de enormes camiones de transporte (conocidos como guajoloteros o chimecos) los alumnos para llegar a su plantel, en avenida Canal de San Juan y la futura prolongación de la avenida Plutarco Elías Calles, en la colonia Ejército de Oriente; la escuela lucía sin bardas, en medio de un despoblado que se antojaba sembrado de ilusiones y cobijos para el saber. En tanto, que al plantel Sur los estudiantes se dirigían presurosos, caminando desde Periférico, avenida de los Insurgentes o las calles de Jardines del Pedregal, para darse cita con su nuevo futuro en la UNAM, tras haber recibido su carta de aceptación en un sobre blanco, que había llegado a sus domicilios, anunciada por el silbato del cartero, quien después de sacar la misiva de la maleta de cuero, esperaba la propina por parte de la familia que jubilosa festejaba que su hijo había sido aceptado en la Universidad. De la vestimenta de aquel entonces, en las profesoras y algunas alumnas destacaba la falda a la rodilla, pantalones confeccionados con tela de poliéster, blusas y suéter en colores rojo, naranja o azul, propios de la temporada, y bolsas grandes para transportar pertenencias. En ellos, los pantalones tipo Topeka, justos en la cintura y acampanados en los tobillos, o de mezclilla de corte tradicional, en juego con camisetas y camisas blancas, suéteres de cuello alto, chamarras de cuero o algodón. “Los maestros nos han recibido bien y explicado en qué consiste el modelo y la forma de trabajar en el CCH; nos han aclarado que tenemos que aprender a investigar por cuenta propia y a exponer los temas para reforzar lo aprendido”, explicaron alumnos que se estaban conociendo a las afueras de un salón de clases; mientras que a sus espaldas se escuchaba la plática de otros chavos, quienes calificaban el día como de buena onda. “Se ve que los maestros quieren dar buenas clases y otros son alivianados y muy diferentes a los profesores de la secundaria que suelen ser muy azotados”, dialogaban entre ellos, mientras compartían chicles Motita y una torta casera que portaban en una envoltura de papel estraza. Ingresar al CCH es un cambio muy radical en la forma de pensar y vestir, no es lo mismo la ingenuidad de la secundaria, que llegar a un lugar donde empieza todo de nuevo: leer libros de marxismo, economía y política. El cambio comienza: te dejas crecer el pelo y la barba. Las chavas que usualmente usaban blusas, la falda y las famosas calcetas, cambian para vestir con ropa hippie. Ya no se ve al maestro con una barrera, empieza un acercamiento con él, comentó Jaime Flores, alumno del plantel Sur, al hablar sobre lo que significó ese día de clases. “Fue una sorpresa ver los edificios y salones terminados para iniciar justo a tiempo las clases, pues hace unos días llegué al plantel, en compañía de mi padre, para firmar en una mesa que estaba entre la construcción y el polvo, mi contrato de profesora del Área de Experimentales”, refirió con una franca sonrisa enmarcada por unos ojos llenos de luz, Virginia Astudillo Reyes, del plantel Oriente.