“La muerte es la verdadera inmortalidad”, he escrito en un cuento que no alcanzó la gloria de mi Moderno Prometeo, pero que es la historia de mi vida.
El cuerpo es una prisión y no podemos conservarla para siempre. Hay que ir migrando la esencia y, por lo general, las personas tienen hijos. Yo los tuve y también soy inmortal gracias a mi maestro Cornelius.
Tuve primero tres hijos: sólo uno sobrevivió de la sangre de ese poeta promiscuo, al que amé como una loca y no me arrepiento. Aunque aún siento su abandono y recuerdo la maldad que lo habitaba, volvería a hacer un pacto con el diablo para que muriera de nuevo entre mis brazos, ahogado de tanto mar.
Yo fui mi propia hija, mi hermana y madre; también mi abuela, a lo largo de los años. Soporté los rigores del tiempo en un cuerpo que no se modifica.
Cuando regresaba al mismo poblado, después de varios años, decía que era la hija o la nieta de aquella joven mujer y podía retomar viejos negocios sin causar sospecha. Hasta que me entregué a un nuevo amor corrupto.
Habían pasado décadas ya. Yo caminaba por las calles de Londres y veía brotar lo verde de la tierra con agua.
Ya a finales del siglo XX había políticas de apertura hacia las mujeres, el sueño de mi madre parecía cerca; y yo me dejé arrastrar por lo que estoy segura era el espíritu de mi marido, supuse que los años lo habían cambiado.
Apareció como en el recuerdo: alargado, de negro, como un ave de mal augurio, y no desapareció más. Sabía de mi inmortalidad y le causaba gran curiosidad pasar su tiempo al lado de una mujer siempre joven como yo.
“Mi nube eterna, mi melocotón fresco, dame besos”, murmuraba.
Comenzamos a viajar por el país y terminamos recorriendo toda Europa. Mi nuevo marido comenzó a robarse mujeres vírgenes de los poblados por los que pasábamos y, a lo largo de una década, éramos una comunidad revoloteando en torno a él.
Al principio, yo disfrutaba la promiscuidad del hombre que amaba, pero enseguida quedé embarazada y él se alejó. Decía: “que otro te cuide Mary, embarazada no sirves para el amor”. Él ya amaba a otra.
Me revolqué de ira y juré acabar con él; mejor aún, encontraría a alguien más hermoso, más inteligente y con una mayor devoción hacia mí para que él sufriera, pero seguí entre sus brazos. Después de unos años comenzó a envejecer y enloquecía de celos cuando yo salía a algún lugar sin él.
La historia de mi maestro Cornelius se escuchaba en las conversaciones. Se hablaba de una mujer hermosa e inmortal que recorría los diferentes poblados cambiando de nombre.
Ahora uso pelucas que gradualmente tienen canas y descuido mi piel para que luzca dañada. Mis amigas se sonríen entre dientes cuando me ven un poco más vieja y veo que se encuentran aliviadas.
Mi amor es feliz con cada nueva cana. No hay nada más molesto para los demás que un cuerpo sin huella del paso del tiempo.
Ahora camino en la niebla oscura sin zapatos. Mi rostro es negro sobre negro en los espejos. ¿Dónde estoy ahora, Cornelius?
Referencia:
Shelley, M. (2015). Frankenstein o el moderno Prometeo. Cátedra.