Shakespeare

Teatro Isla de Próspero

Su obra denota la flexibilidad con que observa a la humanidad

Teatro Isla de Próspero
Su obra denota la flexibilidad con que observa a la humanidad

Aun cuando los registros parroquiales de Stratford-upon-Avon marcan el 26 de abril de 1564 como la fecha de su bautismo, la tradición ha señalado al 23 de abril como el día para conmemorar el nacimiento y la muerte de uno de los más grandes escritores de la literatura universal y, sin duda, el más excelso dramaturgo de todos los tiempos.

William Shakespeare no sólo asombra por la vastedad de su obra —37 dramas escritos y algunos más atribuidos— sino por la variedad conceptual que posee de la realidad y la profundidad que alcanza en cada punto que se sitúa. Su obra denota la flexibilidad y adaptabilidad con que observa a la humanidad.

Tal y como los clásicos griegos, quienes ya habían descubierto y puesto en marcha los principios estilísticos en el drama, Shakespeare desplegó con maestría la perspectiva hilarante y la compasiva. De modo que los géneros principales donde tendrá cabida, desarrollo y expresión su energía artística —de sus obras cumbre— serán la tragedia y la comedia.

Sin embargo, abundan en su producción obras donde se desempeña en otros géneros; es así que podemos encontrar dramas donde se inclina por un amplio desarrollo en las circunstancias anecdóticas (por ejemplo, El mercader de Venecia, Medida por medida o La comedia de las equivocaciones) y otras donde recurra a una travesía simbólica (La tempestad).

Fluctuar entre una posición que se burla de los seres humanos, sus vicios y manías a otra donde los exenta de posibilidades —pues los marca como dependientes de una compleja red circunstancial—, a otra, donde el hombre y la mujer ya no son piezas enteras sino entes difusos, repletos de matices y contradicciones, es expresión de la más elevada maestría que, sin mayores miramientos, podemos llamar sabiduría.

Shakespeare no se casa con una postura, pero profundiza en todas. Él sabe reírse tanto como estremecer, y este, quizá, es de los mayores descubrimientos que se puede obtener a lo largo de su obra: que ninguna posición es absoluta, pues la vida, en medio de su inmensidad, requerirá varias de nuestra parte, y más vale que tengamos una, para luego abandonarla y tomar otra.

Una de las formas que adopta, de sus más predilectas, es la de la tragedia con énfasis en el carácter. En ella, el dramaturgo desmenuza el comportamiento de los humanos con una exquisitez comparable a la del anatomista; profundiza en sus causas, en sus errores, en sus consecuencias presentes, en sus anhelos, en sus posibilidades no tomadas... Cada uno de estos dramas podría considerarse como un estudio del alma; esto no como una particularidad, sino en un sentido amplio, de presencia total de especie, pues los caracteres que nos muestra pueden encontrarse en cualquiera de nosotros.

Es por esta característica— la de su universalidad— que a Shakespeare algunos lo han considerado inventor de lo humano. El planteamiento, de entrada, es confuso, pues por más influencia innegable que tenga en todas las culturas sería absurdo atribuirle rasgos presentes desde antes de su existencia. De modo que Shakespeare no inventó nada, pero lo observó todo. La manera de observar es donde radica su verdadera invención.

La técnica trágica con énfasis en el carácter es la utilizada en sus obras más famosas y prístinas: Hamlet, Macbeth, Romeo y Julieta, Otelo, El rey Lear... Este sistema, en él, puntualiza que esta especie de tragedia es de las más compasivas, pues no sólo su forma se adaptará a su objeto de estudio, el ser humano de su elección, sino que el drama no se terminará hasta que se hayan explorado los móviles imperceptibles, los más secretos, los invisibles e instalados en la mente del protagonista que han causado su ruina.

No es de extrañar, pues, que la técnica shakesperiana, la del dramaturgo, sea la de desnudar lo humano.

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