Piglia y su puerta al paraíso

Nombre Falso

El Vikingo y el Laucha, una relación entre la soledad y los puños

Nombre Falso
El Vikingo y el Laucha, una relación entre la soledad y los puños

En el cuento de Ricardo Piglia “El Laucha Benítez cantaba boleros” no sabemos nunca lo ocurrido la madrugada en que Benítez murió a manos del Vikingo. Hace unos días me llegó una nueva edición de Nombre falso, que apunta a ser la definitiva, en la que aparece el cuento del Laucha. Mi ejemplar tenía como separador de páginas el siguiente texto que no encontré en otros libros de la misma edición.

Yo soy el Laucha Benítez, aquel que varias mañanas despertó en el pecho contundente del Vikingo y morí feliz luchando con él en el Club Atenas. Ese día pude sentir las lágrimas del Vikingo refrescando mi cara ensangrentada, viví su abrazo una madrugada pegajosa. Nunca se fue la sonrisa de mi cara. Sus ojos, por fin vivos, siguen aún hoy en mí. No fue casualidad, mi muerte era algo que yo presentía desde que vi la foto del Vikingo posando junto a Archie Moore, el campeón del mundo.

Cuando conocí al Vikingo me provocó ternura y una profunda admiración. Es alto y elegante, admiro su valentía. Para mí es el mejor boxeador. El campeón del mundo no logró tirarlo cuando hizo de su sparring. La virtud más grande de un boxeador radica en recibir golpes, de esos que sacuden todos los órganos y remueven la masa encefálica. Admiro a aquel que recibe golpes secos y que siente la iluminación del ser. Es una sensación mística y orgásmica. Lo sé, ya la viví una madrugada.

El Vikingo y yo pasamos tardes en silencio, bebiendo cerveza y contemplando a la gente que pasaba. Yo amaba su siempre estar en otra parte. Pero quería también que me viera de verdad. Me gustaba que fuéramos tan diferentes: él pelirrojo, muy alto; yo apenas un remedo de hombre, no les voy a mentir, creo incluso que mi apariencia es un tanto femenina.

Me gustaba caminar a su lado, todos volteaban a nuestro paso, y yo sabía que con él cumpliría mi destino. Hablábamos con el cuerpo cuando entrenábamos en ese ring que se convertía en habitación íntima.

Los mirones veían nuestra intimidad, cuchicheaban y reían. Mi muerte debió ser la suya, yo le arrebaté su sueño, por eso sufre y se revuelca hoy contándole nuestra historia a un escritor que acostumbraba a falsear y a magnificar los hechos.

Mi cuerpo necesitaba más, las caricias enguantadas y profilácticas del Vikingo dejaron de satisfacerme. Un día le pedí que repitiéramos aquella lucha legendaria entre él y Archie Moore. El Vikingo se negó, me dijo que él no estaba hecho para hacer daño.

Cuando insistí se molestó mucho, hubo temporadas en que pensé que lo perdía. Pero yo necesitaba más que caricias sintéticas, deseaba experimentar lo que él había vivido con Moore, estaba convencido de poder resistirlo. El Vikingo se escabullía de mis exigencias, hasta que una madrugada despertó con los ojos tristísimos. No era su mirada y me dijo: “Hagámoslo ahora, tú y yo sin público en el ring”.

Hicimos todo el ritual para prepararnos, él decidió no usar vendas debajo de sus guantes y nos subimos al ring una madrugada. Nos pusimos en guardia y el Vikingo comenzó a hacer esos graciosos movimientos de cadera mientras yo giraba en torno a él como una mosca sin alas.

Vino el primer golpe que me hizo perder unos segundos el sentido de la realidad: todo giraba a mi alrededor y veía moverse muy lento al Vikingo. Después llegaron los otros golpes que me mantuvieron flotando en una atmósfera enrarecida en la que el dolor ya no era dolor, tampoco placer, era una puerta al paraíso. Piglia, R. (2015). Nombre falso. Anagrama. 

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