En otras ocasiones me he referido al tema de la adaptación de obras clásicas para públicos contemporáneos. El problema de la adaptación como posibilidad para un montaje, es que uno siempre se pregunta ¿hasta qué punto vale la pena realizarla?
Un clásico se convierte en tal por su universalidad, es decir, por la posibilidad que tiene de seguir representándonos aún con el paso de los años y en distintas latitudes.
Visto desde esta perspectiva, pareciera que la adaptación de una obra clásica nunca es necesaria. Obras de teatro como Edipo Rey, Medea, Prometeo encadenado, Hamlet, Romeo y Julieta, Sueño de una noche de verano, El enfermo imaginario, El misántropo o Tartufo, continúan siendo vigentes —y se siguen representando sin ser adaptadas— porque los temas que tratan y los conflictos que plantean vibran en el público contemporáneo.
Así pues, pareciera que las adaptaciones son ociosas e innecesarias, pero uno se pregunta por qué la adaptación de textos dramáticos ha sido una práctica recurrente a lo largo del desarrollo de la dramaturgia.
En el caso específico de las obras griegas, pareciera que por medio de la adaptación los dramaturgos han buscado la forma de profundizar en la historia de algunos personajes volviéndolos protagonistas.
Uno de los casos mejor logrados fue el trabajo que realizó Jean Racine con Fedra, texto que es una adaptación de la tragedia de Hipólito, de Eurípides.
El ejercicio de Jean Racine es exitoso porque Fedra deja de ser una mujer apasionada para convertirse en una mujer atormentada y arrepentida por una pasión que le es imposible controlar.
La sutil diferencia no es como aparenta, pues el personaje ya no provoca la tragedia de Hipólito, sino la de ella misma. Ya no es una Afrodita la que interviene, sino es un deseo incontrolable el que provoca su desdicha. El personaje, por lo menos el de Fedra, se convierte en protagonista y vehículo de su propio destino funesto.
En busca de una reflexión más directa
En otras ocasiones, la adaptación se realiza porque la dramaturgia encuentra en la obra de teatro clásica algún conflicto que es evidente en su sociedad.
Al adaptar se busca que al público le sea muy claro cómo el conflicto actúa en su contexto e intenta una reflexión más directa. En otras palabras, se busca generar un texto que sea más denotativo y explícito en cuanto a la reacción que espera del público.
Tal es el caso de West Side Story, cuyo guion es una adaptación de Romeo y Julieta, en la que se cambia el lenguaje y el contexto de los personajes.
En esta puesta en escena —ahora un clásico— la historia sucede en el Upper West Side, de Nueva York, en los cincuenta. En esta adaptación la rivalidad se da entre dos grupos de etnias, los Jets, de origen europeo; y los Shakrs, de origen puertorriqueño.
Dicha producción tuvo tanto éxito que fue nominada a seis premios Tony y llevada al cine pocos años después de su estreno teatral.
Posiblemente, el hecho de que la adaptación abarcara tanto a la historia como al género del texto, sumó para que el resultado fuera tan bien recibido, pues a pesar de mantener su tono trágico, esta propuesta fue desarrollada como un musical.
Su tono oscuro, sus canciones, sus coreografías y los problemas sociales de la época que en ella se trataban, marcaron la historia del teatro en los Estados Unidos.
En este caso, como en muchos otros, la adaptación no es necesaria, pero luego de realizarla se transformó en un material cuya originalidad se valida en sí misma, permitiéndole al público acercarse al mismo conflicto que planteara el texto isabelino, por medios distintos.
La validez de este tipo de búsqueda acota en cierto sentido al público que se ve representado, pues no todos nos relacionamos directamente con los conflictos entre grupos de pandilleros neoyorkinos, pero es innegable que también lo amplía.
Por lo general, el público de Shakespeare no suele ser el mismo que abarrota los teatros comerciales en Broadway.