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Las páginas que lo componían eran 40

Gustaba de historias de viaje, de amor y muerte

Las páginas que lo componían eran 40
Gustaba de historias de viaje, de amor y muerte

Éste es un cuento maternal. Tiene ahora seis meses de embarazo. Con los cachetes rosados y los ojos irisados sonríe frente al espejo y se acaricia el cabello dorado. Lloro cuando pienso en él. Es tan tímido y frágil. Mírenlo, se revuelca entre garabatos descuidados y dibujos al azar sobre su piel de árbol.

Lleva años queriendo ser madre y hoy, que despertó con la gracia divina en ella, su sonrisa desborda las montañas que veo desde mi cuarto. Le acarició el vientre de letras y aves diminutas revolotean sobre nosotros.

El cuento está atormentado. Anota posibilidades nuevas para existir. Cómo logrará despojarse de ese yo tan ortodoxo. Ahora que se convertirá en madre, hace una lista de todo lo que desea ser y le pone a cada anhelo un color diferente.

Se duerme y, al despertar, sus deseos deambulaban por su casa. Son globos de gas; chocan entre sí, se funden, se confunden. Ve crecer su hermoso vientre de cuento mujeril.

Él siempre había sido un cuento enamoradizo. Los textos de los que se había enganchado eran generalmente decadentes; tenían tramas dobles, eran ambiguos, circulares, no ofrecían salida.

Tuvo mucho cuidado de no quedarse prendido de algún texto filosófico, o de un cuento de terror. Aunque vivió una aventura exquisita con un cuento muy famoso y supo que lo suyo no era la zozobra y la oscuridad.

Prefería los textos psicológicos, como los de James. Qué exquisito verano aquel que pasó con un cuento sofisticadísimo en Italia. Recorrieron las galerías y fueron testigos del nacimiento de ese famoso retrato.

Los cuentos de genios y sultanes lo volvían literalmente loco. Recorría sus pasadizos de palabras. Usaba los trajes imaginados y se dormía en los brazos de hombres desconocidos sobre alfombras de seda.

Un enorme deseo rojo le pegó en medio de la cara al cuento embarazado y empezó a delirar, a jalarse los pelos, a sangrarse el vientre: “No merezco tanta luz en el cuerpo”, decía.

Y nació el bebé cuento. Las páginas que lo componían eran 40. Así nacían los cuentos, ya se sabía su tamaño. No había una sola palabra. El cuento al nacer poseía, además, solo un punto; de allí tendría que surgir todo.

El ahora cuento madre se esforzó para que su hermoso hijo se convirtiera en un cuento autónomo. Lo primero que hace todo cuento madre es cantarle al pequeño bebé, así comienza la formación de palabras en el cuerpo cuentil. Claro, todas desordenadas, mal escritas y, aunque eventualmente serán borradas, son importantes como las historias populares y los cuentos para niños.

Un día después del contacto con otros cuerpos cuentos, el cuento hijo se convirtió en un hermoso texto con vida propia.

Era un poco gordo. Gustaba de las historias de viaje, de amor y muerte. Estaba obsesionado con crear su propio territorio. Soñaba con su Comala, su Macondo, su Santa María de los Venados, su Yoknapatawpha. Pero, sobre todo, sabía que él podía inventar un lugar más atractivo, más ambiguo.

Cuánto ego. Hermosas noches había pasado recorriendo su piel de cuento. Esas vastas tierras llenas ya de un pasto rosa como el mar.

El cuento hijo tenía una pesadilla cotidiana: un hombre sobre un venado y sin rostro se acercaba a él; le acariciaba la frente y le decía que era su padre. El cuento hijo despertó. Los deseos que su madre había expulsado años atrás flotaban en la habitación; lo golpeó uno muy grande verde esmeralda. Supo su origen.

Vio el rostro del hombre montado: era un texto sin fin. Había estado con él en cuevas, ríos, nieve; había atravesado el mar, el cielo, el cosmos. Y recordó por fin todo. 

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