Marcel Schwob (1867-1905) escribió una de las obras más reveladoras de su tiempo. Su influencia en la literatura llegó hasta Faulkner y Borges. Hoy, Páginas de Espuma recupera sus cuentos completos. A continuación hago una reinterpretación de su texto “Los sin cara”, que es parte del libro Corazón doble.
Escuchamos el estallido cuando el artefacto cruzó nuestras caras y las borró, después hubo un silencio placentero. Desde el accidente, el otro y yo estamos conectados; incluso, hemos llegado a sincronizar los movimientos durante el sueño.
Las marcas de sangre en nuestras camas son como un reflejo. El mundo es completamente silencioso. Hemos perdido el oído: nos comunicamos a manotazos y apretones del abdomen que, seguramente, producen algún ruido.
Ya pasamos de una cara encendida de rojo a una cara rosa pálido. Las cicatrices se ensortijan en nuestros rostros, brillantes y pulidas. Pensamos en eco. Una mujer de ojos rasgados y azules nos saluda. Nos toma la mano. Está la tibieza de su mirada, el calor absoluto de su presencia, pero no podemos articular una sola palabra. Abrimos los ojos y el latido de los dos corazones nos golpea.
Hemos aprendido a fumar con una boquilla que nos dio el cirujano. Es cómico cómo los otros nos ven cuando fumamos; entonces hacemos trucos con el humo, para vernos más misteriosos y entrañables. Cuando de los ojos sale una niebla espesa, ellos lloran.
Había días en que me asustaba tanto verme en el otro: esa masa humana sin rostro totalmente entregada a un interior vacío, porque nuestros recuerdos eran imágenes borrosas y sensaciones que nos confundían.
Una tarde de intensa lluvia, llegó la chiquilla de un sueño y le causó tremendo entusiasmo al cirujano que nos había hecho dos gemelos idénticos. Nuestro cuerpo dividido en dos nos daba una expresión compleja. El doctor nos hizo entender que nos iríamos con la chiquilla, porque ella aseguraba que uno de los dos era su marido y había que dejarla probar.
La sola idea de vivir en el mismo techo que esa hermosa criatura nos inflamó el cuerpo. La seguimos obedientes. Su olor era dulce y almizclado, como el de un animalito en celo. Pero no la tocamos. Nos dedicamos a hacer lo que a ella le causaba placer. Jugábamos como niños los tres. Después de que nuestra cara salió volando y terminó en el campo lleno de flores amarillas como carne de cerdo molida, nos olvidamos de nosotros y preferimos dejarnos atender por ella.
Comenzamos una vida juntos y, sin saberlo, ya estábamos completamente enamorados de su delicado cuerpo entallado en vestidos de colores. Se paseaba por la casa con sus piernas atléticas, sus pechos redondos y su mirada de niña. Nosotros fumábamos.
¿En qué momento comenzó a sentir preferencia por uno de los dos? La convicción de ser uno mismo había llegado a tal punto, que ya no sabíamos en verdad si alguna vez esta mujer había sido la esposa de uno solo de nosotros.
No era posible que sólo uno fuera amado y el otro no. Por eso yo me acurruqué en una esquina como un perro y quise morir. Ella, convencida de estar haciendo lo correcto, se olvidó de mí y vivió su fantasía amorosa convencional.
Al morir y salirme de uno de mis cuerpos recobré el sentido: yo era el otro, pero ella ya no me amaba, estaba convencida de que el muerto era su marido y esa nueva idea habitó su hermoso cuerpo para siempre.
Referencia
Schwob, M. (2017). Corazón doble. Alianza.