El poeta describe de forma minuciosa en sus historias

Escritor naturalista francés

El poeta describe de forma minuciosa en sus historias

Escritor naturalista francés
El poeta describe de forma minuciosa en sus historias

A mi hombre siempre le han gustado las caricias oscuras, esos toqueteos de las sombras: placer respirable.

Cuando yo llegaba, me aparecía coqueta entre los edificios y el río Sena.

Me precedía, casi siempre, el lánguido espectáculo del día y, en ocasiones, un sol esplendoroso que derretía todos los colores, desde el amarillo hasta el gris.

Ese día, el sol tocó por primera vez mi nariz.

Con mi llegada él comenzaba su vida, hinchado de felicidad porque sabía que nuestro abrazo estaba cerca y se prolongaría hasta el amanecer.

Cuando yo avanzaba por las calles de París, mi amante me ofrecía sus pasos de sonámbulo y recordabamos las historias que brotaron de mí.

Yo, a quien han amado tanto, yo, a quien todos le han cantado, a quien le han hecho monumentos, estoy enamorada de un triste poeta.

Yo, su musa, a quien no podía pasear por las fiestas iluminadas de París, lo abrazaba en silencio como la novia, la madre, la esposa que soy.

He cometido una falta, no debo amarlo. Pero ya no hay marcha atrás.

Yo lo envolvía y le acariciaba el oído susurrándole palabras que sólo él y yo comprendíamos. Nos inventamos un lenguaje después de tantos años.

Nuestro primer encuentro fue furtivo, el poeta tenía unos cinco años y desde que toqué su pelo y sentí su aroma me enamoré.

Yo lo volví escritor.

En esa ocasión fui más densa y oscura.

Había decidido estar con él para siempre. Me llevaría su cuerpo y lo amaría encerrado en una jaula de aire que flota dentro de mi cuerpo.

La decisión estaba tomada, acabaría con todos en la ciudad y al final nos quedaríamos él y yo allí, en esa hermosa prisión.

Jamás volvería la luz a París: las fuentes, los cafés y los museos estarían en mí por la eternidad.

Los únicos testigos de nuestro amor impuro fueron los astros y los roedores que, para ese momento, ya eran la comida del poeta.

Así pasó todo: comencé por llenar de negrura las almas de todo lo vivo. Aunque muchos murieron al verme, porque su oscuridad era más densa que la mía: en ellos habitaban demonios diurnos más poderosos que yo.

Por momentos supuse que era posible que toda yo, expandida por París, desapareciera para siempre. Habitábamos ya un desierto denso, petrificado, de edificios muertos.

Ya sólo quedábamos las estrellas, mi amor y yo.

Yo sé, amor mío, poeta melancólico, que ahora debes estar confundido. Pero recuerda que me buscaste siempre, fuiste hacia mí, me dedicaste tantas historias que no pude más que rendirme a tus pies y rebelarme contra todos los míos para estar a tu lado.

Amado mío, debo confesarte que, mientras mi negrura atravesaba todos los cuerpos de los seres vivos de París y los aniquilaba, sé que experimentabas un placer infinito y perverso.

Sí, lo tuyo es la muerte, el peligro y el amor. Sé que los confundes porque son términos que descubres parecidos. Porque amas, y yo lo sé, a alguien que crees va más allá de ti y que no puedes comprender.

No hay nada que entender de mí amor, soy una mujer, una fuerza que va y viene. Lo único que deseo es que tú seas mío para siempre. Te permitiré escribir, no te preocupes.

Los otros no importan.

La condena será larga porque tú sabes que soy la noche y tengo prohibido enamorarme.

De Maupassant, G. (2011). La noche. Nórdica.

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