Una de las preguntas más inquietantes y frecuentes para acercarnos al pensamiento filosófico es responder si la vida tiene sentido. Suele despertarse cuando nos acontece una situación límite o una crisis existencial. ¿De dónde venimos?, ¿a dónde vamos? Es decir, cuando aquello que consideramos una certeza que fundamenta nuestras vidas se desvanece; cuando nos enfrentamos a una situación inesperada que compromete todo nuestro ser y para la que no tenemos una respuesta, o al menos la que se nos ofrece no nos deja conforme.
La búsqueda de respuesta lleva al ser humano a encontrarla en la religión o en la vida en comunidad. Por ejemplo, en pensar en una misión espiritual o en un proyecto político, como lo son las utopías. La filosofía nos arroja a un mar de preguntas sobre qué somos, de dónde venimos y a dónde vamos. Un punto de partida podría ser definir qué es la vida. En este sentido, es considerar la vida humana no solo como un proceso orgánico, sino social. Lo animal obedece al instinto, todo está determinado. Como seres humanos, somos naturaleza, pero también somos vida propiamente humana que, sin negar nuestra naturaleza orgánica, pretendemos modificar, superar o incluso negar. No basta nacer para vivir, pues vivir no es existir. También es necesario hacernos personas. Es decir, ser humano requiere aprender a vivir humanamente.
No hay nada dado o definido en nosotros, sino parafraseando a Giovanni Pico della Mirandola, quien dice que ni celeste ni terrestre nos hicieron para que, por nuestra propia voluntad, podamos hacernos como deseamos ser, a partir del libre albedrío. A diferencia de los animales que están determinados a ser lo que son y cuyas disposiciones orgánicas lo muestran, por ejemplo, el león siendo un cazador o el ratón al escabullirse de sus depredadores, en nosotros no hay nada escrito. Hay que aprender a ser. Somos la posibilidad de ser quienes elegimos ser, por eso somos un abanico de posibilidades. Aprender a aprender tiene como fin ser capaces de aprender del mundo; mientras, aprender a hacer posibilita que aquello aprendido se convierta en acción, lo cual es la forma en que elegimos ser personas. .
La existencia es personal, nadie puede decidir o por nosotros, a menos que esa fuera nuestra voluntad. El autoconocimiento nos permite identificar nuestras posibilidades y limitaciones. Conocernos nos permite situarnos en el lugar que ocupamos el mundo y habitarlo. El concepto que tenemos de nosotros mismos y el lugar que consideramos que ocupamos en el mundo. Lo que elegimos nos elige. Nuestras elecciones nos van formando. No somos algo dado, nos hacemos. El mejor ejemplo nos lo da la educación, que es la base para adquirir una cultura, incluso para cambiarla.
No se trata solo de sobrevivir, sino de pensar y considerar que se puede vivir de otro modo. El ser humano es el único ser vivo que se equivoca porque no sabe, porque no viene con instrucciones integradas de cómo ser y cómo vivir, por eso en el error está el aprendizaje y en el aprendizaje está el hacernos personas.
Ahora pensemos en lo que entendemos por sentido. Del mismo modo que no hay nada predeterminado en el ser humano, tampoco podríamos afirmar que hay un sentido previo de hacia dónde y cómo ir o tener un fin. Puede ser absurdo buscarlo, quizá sería mejor considerar que somos nosotros quienes tenemos que darle un sentido. El que no haya un sentido nos permite pensar que más que encontrarlo, pues no hay tal, es como un vacío, entonces es posible darle contenido.
Que la vida tenga sentido se puede entender como una finalidad o un objetivo y conducir la vida hacia ello. Preguntar por el sentido de la vida también nos puede conducir a cuestionar si hay un destino, como el que condena a Sísifo a subir una piedra eternamente para que eternamente vuelva a caer y regresar al inicio. Aún así, es posible resistirse o aceptar ese destino de modo gozoso, lo que por elección se puede hacer como lo que no es posible evadir.
Si pensamos en que hay un sentido y solo se trata de buscarlo, nuestra elección puede estar en la forma de hacer esa búsqueda, en cómo adueñarnos de ese sentido, de darle rumbo o dirección a nuestras vidas. Si todo ya estuviera determinado, ¿cómo sería el mejor modo de asumirlo?
El sentido de la vida puede entenderse como una direccionalidad. El fin puede considerarse como una meta, pero también como un término. Podríamos al modo que nos plantea Albert Camus en El mito de Sísifo preguntarnos ¿para qué hacer algo si de todos modos va a acabar? Si de todos modos todo tiene un final, ¿para qué emprender? Eso es lo absurdo y hay que resistirse. Es un acto de rebeldía. Aunque sepamos cuál es el fin, tenemos la libertad de hacer el camino. Lo podemos construir con piedras o crear un jardín. Se puede transitar paso a paso, ir corriendo o trotando; se puede disfrutar y admirar de lo que encontremos al paso. Se puede resistir a ese absurdo, viviendo con todas las posibilidades. Se puede vivir con intensidad reconociendo que todo es efímero y que nuestra única certeza está en el presente, en un aquí y ahora que es lo único que nos pertenece.
El sentido de la vida es una búsqueda y tarea personal y trata de encontrar una trascendencia del lugar y de lo que somos, reconociendo la permanencia y la finitud. Puede relacionarse con el fundamento de la felicidad en tanto es la realización de los objetivos de ser. Esta búsqueda nos lleva a cuestionar la vida, en por qué vivir y cómo vivir. Dar un sentido a la vida es darle dirección. Saber a dónde ir, pero ¿debe provenir de una causa externa, es colectiva o particular?
Preguntar por el sentido de la vida es encontrar razones para vivir, tener un propósito o darle un significado. Tener sentido es pensar que lo hay, pero se ignora y se trata de descubrirlo. Y, quizá al hacer esta tarea nos encontramos con una gran aventura: la de una vida que indaga, que es examinada para encontrar su propio camino. Si se tiene un propósito se puede trazar una ruta. Si se tiene una ruta, se sabe a dónde llegar. Ahora bien, ¿podemos vivir la vida de un modo personal y pleno sin un propósito? Para Albert Camus, autor de El mito de Sísifo, quizá sí, pero esa es otra historia.
*Profesora del plantel Azcapotzalco.