Llevo meses mal del estómago. Casi cualquier alimento de origen vegetal me produce mucho dolor y el azúcar es una bomba. Mi panza se expande hasta conseguir un embarazo de aire. Aun así pedí un pastel de chocolate. En mi caso era igual a comprar una pistola.
Comí la primera rebanada. Terminé y mi estómago estaba tranquilo; la boca negruzca sonreía extasiada.
Abrí Mundos alternos, un libro de ciencia ficción de mujeres que había comprado para reseñarlo, y no pude parar de leer hasta que terminé el último cuento. Durante la lectura seguí comiendo pastel y mi vientre seguía sin reaccionar.
Caminé por mi departamento. Me senté en la pequeña sala a ver el amanecer. Un colibrí tocó con su pico la ventana y saqué el globo de cristal rojo lleno de la azúcar con que los atraigo. Coloqué el globo en el hilo y muy rápido ya estaban otros nueve animalejos tocando con su pico el cristal.
“Es primavera”, grité, y me acurruqué en el sillón.
Soñé que flotaba sin brazos ni piernas sobre una pila de troncos atados con lazos y paría seres con poderes extraordinarios.
Los bebés salían de mí y respiraban y se metían al agua turbia; pero seguían atados a mi cuerpo por el cordón umbilical que los alimentaba y movían sus piecitos de ángeles como motores de carne.
En mi sala había un charco de sangre y diez bebés llorando. Los bañé en una tina morada que era para mis perros ya muertos.
Los coloqué en fila sobre la alfombra y los envolví con algunas sábanas que corté en rectángulos.
De mis senos brotaba leche; los chiquillos, que a las pocas horas ya caminaban, apiñados a mi alrededor, bebían la leche que me corría por las piernas y barría los restos de sangre.
Mis hermosos hijos crecieron; en apenas unas semanas ya eran completamente independientes y se quedaron en una edad de entre 25 y 30 años.
Alberto, el que había nacido primero, los dirigía a todos. En muy poco tiempo ya vivíamos en una casa con habitaciones suficientes, rodeados de bosque.
Construyeron un transporte para todos. Yo los observaba, no podía hacer más. Alicia se paseaba por los pasillos flotando y recogía los frutos de los árboles de la misma manera.
Gerardo tenía una inteligencia sobresaliente y estaba siempre en su laboratorio, inventaba especies nuevas; una tarde me trajo un hermoso gato negro con orejas largas y blancas. El animal me acompañaba en mis recorridos por la propiedad, que cada vez ocupaba más espacio del bosque.
Para ese tiempo, todo mi dolor abdominal había pasado y yo disfrutaba ver a mis hijos inventar y hacer cosas extraordinarias. Una tarde, los chicos trajeron a un hombre gordo y alto. Respiraba con dificultad y salivaba al hablar. “Te gusta mi mundo”, susurró y llenó el espacio.
Era el hombre que me trajo el pastel de chocolate. Lo había visto unos diez segundos y recuerdo que lavé el empaque del dulce porque me dio desconfianza su aspecto, del que resaltaba una sonrisa chimuela y sucia con la que recibió la propina.
“Necesito que hagas algo por mí”, dijo el gordo, una mañana que fumaba sola en la terraza.
“Tienes que matar a tus hijos, porque destruirán este mundo dentro de muy poco”. Yo miré al horizonte y recordé a mis pequeños dormir y crecer después de alimentarse de mi cuerpo. Pensé en cómo arrastraron la barca del sueño a la orilla para que yo viviera.
El hombre me dio diez pastillas: “Con esto podrás hacerlo sin lastimarlos”.
En la cena puse el veneno sobre la mesa y les conté a mis hijos lo sucedido con el gordo. Lourdes montó en cólera y provocó un incendio que se controló rápido. Daniel entró en la mente de todos y comenzó a decirnos qué hacer. Lo obedecimos irremediablemente.
Caminamos en el bosque y llegamos a un claro en el que estaba el gordo atado. Adrián se elevó sobre el hombre y le abrió el estómago con los dientes: colgaron sus entrañas hirviendo.
Después, Eloísa le cortó las piernas y los brazos con navajas de hielo. Al final, Erik me trajo el corazón del gordo en una bandeja y se arrodilló igual que todos mis hijos y dijo sin mover los labios: “Madre, ahora controlas este mundo, ¿cómo quieres que sea?”.