CuentoBlancanieves

Un relato germano tradicional

Nunca llegó el príncipe a salvar a Blancanieves

Un relato germano tradicional
Nunca llegó el príncipe a salvar a Blancanieves

Cuando empezaba a distinguir las cosas del mundo, me contaba los cuentos un perro Amarillo.

Mientras todos dormían la siesta, el animal me llevaba con su hocico un enorme libro escrito a mano, lo tiraba bajo mis pies y movía su cola de mono. Después de emitir un aullido agudo, se quitaba el traje de perro y aparecía un hombre muy flaco y triste que hablaba despacio y leía mientras me acariciaba.

El Amarillo me provocaba hinchazones y fiebre en las esquinas. En mí se formaban agujeros que iban hacia adentro al olerlo. Sus ojos y su boca enormes se me metían en los huecos.

Él se veía en mí, por eso me amaba. Yo lo reflejaba.

Ese día, el Amarillo abrió el libro y comenzó a contar la historia de una chiquilla. Me interné en el rostro de la niña, era una tierra blanca de sol.

Estaba frente al rostro de una Blancanieves gigantesca. No tenía poros, era lisa como el plástico; su pelo era un bosque negro y perfumado, sus cachetes redondos y suaves me erizaron la piel de la espalda; escuché un clic en mi interior y sentí un espasmo. Me metí en su boca abierta y bebí el torrente de su baba afrodisíaca.

Era claro que una criatura de tal hermosura y delicadeza sería la perdición de muchos, apuntaba el perro; y su madrastra fue la primera en odiarla. 

—¿Quieres que te cuente cuando la reina creyó comerse sus riñones y su hígado?

—Anda, termina tu historia— le dije al perro.

El Amarillo se relamió los labios, olvidó que ahora era humano y nos reímos hasta caer al suelo con su cuerpo enrollado sobre el mío.

Yo sé que estar sobre mí era como flotar en el espacio: mi superficie era un acantilado. Terminó la historia y me tapó con un paño negro, apagó la luz. “Duerme”, comentó. Se puso su traje de perro y salió a jugar al jardín con uno de los sirvientes.

Después de esa noche no volví a soñar nada durante muchos años, hasta que mi cuerpo se manchó de sangre. Lo limpiaron enseguida.

En el sueño yo estaba en un bosque espeso en brazos del perro Amarillo, que había muerto un año atrás. Andaba con traje de perro de la mitad del cuerpo hacia arriba. Me llevó a la cabaña donde la niña blanquísima vivía con siete enanos.

Los hombrecitos, que no pasaban de diez centímetros, escalaban el cuerpo desnudo de Blancanieves y con picos diminutos hacían surcos en su piel, que se llenaba de rojo. Después, sólo recuerdo estar frente al ataúd de cristal con los hombrecitos abrazados al féretro.

Me quedé a vivir en el sueño de la hermosa mujer.

Nunca llegó el príncipe a salvar a Blancanieves, me consta que lo estuvimos esperando. 

Blancanieves, sí despertó y tuvo una hija; ahora me posee. No se atreve a hacerme la pregunta. Los años han pasado y su blancura de mármol ya no es tan perfecta.

Cuando estoy frente a ella me veo, ella es mi carne. Yo tenía la piel tan blanca como la suya y el pelo idéntico; mis labios eran palo de rosa como los suyos. Me vi en su deseo.

Su hija tenía ocho años y desprendía una luz enceguecedora; la primera vez que me acarició, no pude verla.

La pequeña comenzó por hacer preguntas inocentes y terminó como muchas a los 11 años preguntándome: “Espejito, espejito, dime ¿quién es la mujer más hermosa?”.

 

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