Protagonistas de un relato que sobrevivió al tiempo

Crónicas cecehacheras

A largo plazo, el perdón es mejor que la venganza

Crónicas cecehacheras
A largo plazo, el perdón es mejor que la venganza

Saber cómo tratar y dejarse tratar por otros es una ciencia de interacción. Lo importante es saber reconocer, perdonar y cambiar. Las amistades no sobreviven solas en la naturaleza salvaje. Y aprender a establecer límites es lo único que funciona para mantener una relación. Esta historia es lo contrario a eso. Trata de cómo no supe poner límites.

Curso el cuarto semestre en el plantel Naucalpan. Cuando tenía seis años, mi mamá me regaló a Shere Khan, un tigre de peluche. Yo hubiera preferido una muñeca Tiana, pues La princesa y el sapo era la película de moda. Pero el felino de El libro de la selva no estuvo mal. Dormía, despertaba, me vestía, jugaba, veía TV, iba a la escuela, desayunaba, comía y cenaba con él. Se volvió mi posesión más preciada.

Un sábado visité a mi amiga Anita Bonnie y le presenté a Shere Khan. Los tres nos perdimos en el tiempo jugando en mundos imaginarios.

Cuando se hizo noche, Anita tomó a Shere Khan y corrió como loca por toda la casa. Eso me hizo enojar, porque pensé que me lo quería robar. Así que perseguí a la ladrona desdoblando mi lenguaje vulgar más “planchado”. Luego de una escaramuza, tras alcanzarla, a Bonnie le salieron algunos moretones, sólo por haberle apretado el brazo con fuerza. Cuando los adultos escucharon mi versión, desecharon mis sentimientos profanos y creyeron la verdad de Bonnie. Desde entonces, quienes creyeron en su narrativa se mantuvieron a distancia de mi mamá, de mí y del tigre.

La comunicación es importante para prevenir y resolver conflictos. A corto plazo, el judo verbal es mejor que el corporal; a largo plazo, el perdón es mejor que la venganza. Hasta la adolescencia hubo quien se alejaba de mí por la forma en que se cuenta este relato. ¡Charolos! por no decir “bandejos”.

Al final, Bonnie y yo terminamos siendo las grandes amigas que estábamos destinadas a ser y hoy nos reímos de aquel negruzco episodio y de la gente que no entiende que, para estar en paz, primero hay que declarar la guerra.

La empatía falsa es un sentimiento de satisfacción que no considera los desequilibrios del mundo. La de verdad es estresante: te obliga a reconocer tus contradicciones más íntimas, perdonar y cambiar.

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