En una edición anterior, decíamos que Cervantes había encontrado cierta libertad creativa en su drama. Esto lo mencionamos a propósito de otra “escritora anfibia”: Luisa Josefina Hernández, quien confiesa que en la narrativa se siente realmente libre, pues no tiene que pensar en actores, productores, directores, escenógrafos, iluminadores, costureros o tramoyistas.
El dramaturgo, cuando domina la materia de su arte -conscientemente o no- siempre piensa en los recursos implícitos de la representación. Es parte del oficio y, en definitiva, un tipo de limitante.
La obra dramática de Cervantes, en ese sentido, ofrece una perspectiva interesante respecto a la concepción del autor y sus herramientas creativas.
Por un lado, en obras como La gran sultana, el autor español despliega una serie de recursos que van muy bien en la narrativa: abundancia de conflictos, un desarrollo descriptivo, elementos sorpresa y, quizá, el juego entre la realidad y la ficción: Madrigal, el gracioso, es quien contará la historia de la gran sultana cuando regrese a Madrid, la hará obra de teatro e interpretará el propio papel que vive en ese momento.
Todos estos elementos no son únicos en Cervantes, pues los encontramos, bajo su propio estilo, en otros autores y con gran maestría: Eurípides, Shakespeare, O’Neill...
Sin embargo, en el caso que planteamos, la técnica utilizada por Cervantes sirve para generar una obra nacionalista, que pone la religión cristiana encima de las otras, así como la ideología española sobre la árabe.
Al tratarse de una obra dramática, esta decisión conlleva un riesgo: que la obra esté tan sustentada en determinados elementos culturales que, cuando cambia del contexto que la vio nacer, ésta ya no sea válida.
Hoy en día, nadie diría sin réplica que el cristianismo está encima de cualquier religión, o que ser de tal país es mejor. De inmediato, la aseveración nos metería en problemas.
Por otro lado, tenemos otro Cervantes -mucho más verdadero- dentro de la técnica dramática: el de los entremeses.
Tal parece que el recuerdo de los que vio de Lope de Rueda influyó, de tal modo que este teatro corto es más potente que el que tuvo un desarrollo más extenso. ¿Por qué? Porque la decisión creativa es la de tomar una actitud humana y exponerla; es decir, sus entremeses no están sustentados en un discurso, sino en la pura acción.
Por ejemplo, en La cueva de Salamanca, la acción es de Leonarda, quien está ansiosa de que su marido, Pancracio, se vaya de viaje, para meter a dos hombres a la casa y así tener una buena fiesta junto con su criada Cristina.
“¡Linda noche, lindo rato, linda cena y lindo amor!”, canta el sacristán, quien entendemos tiene algún amorío con Leonarda. Cervantes deja claro que, si bien estas dos mujeres despliegan sus estrategias para divertirse, nada de esto pudiera suceder si Pancracio no pecara de ingenuo.
En El retablo de las maravillas la acentuación es igual de explícita: con tal de no sentirse excluidos, todos los invitados a una fiesta son capaces de fingir ver algo que no existe, pues les ha dicho una compañía de comediantes que quien pertenezca a la “raza de los confesos” o quien provenga de ilegítimo matrimonio, no verá las maravillas que muestra el retablo. Como nadie desea sentirse señalado, se prefiere seguir la corriente del engaño.
En los entremeses cervantinos, el desarrollo creativo del autor, por la exposición de estas actitudes humanas, conlleva una crítica a la sociedad que -paradójicamente- sigue vigente: el engaño, la ingenuidad, el querer ser parte del statu quo, la complacencia a una idea moral; todo eso sigue pulsando con la misma manía en nuestras sociedades, tanto la de hace cinco siglos como la de hoy y, seguramente, se mantendrá mañana.
Pero no sólo eso, si no que este Cervantes, el que se permitió primero ser cómico antes que discursivo, es el más divertido, el más valioso para el teatro; en ese sentido, el más libre.