Los espejos tenían una extraña niebla, ella no se pudo ver antes de salir de su casa y se puso la misma ropa del día anterior.
Cuando caminaba, todos se reían con la mano en la boca.
Se sentó en el restaurante de la esquina, pidió lo mismo de siempre, pero esta vez la mesera la observó perpleja. En seguida, escuchó cómo las mujeres del restaurante hacían un cuchicheo de urracas.
De regreso a su departamento, llegó a pensar que estaba soñando.
Le habló a su mejor amiga y después de un breve intercambio de palabras, la mujer gritó: “Deje de hacer bromas señor, ¿cómo es posible que tenga el teléfono de Sofía?”.
Tocaron el timbre de su departamento. “Señor, tiene que acompañarnos. Tenemos el reporte de la dueña del inmueble, usted la echó a gritos y patadas”.
Ella no daba crédito de lo que estaba pasando y corrió a hablarle a Gerardo, su amigo abogado.
Por más que le decía quién era y el problema en el que estaba metida, el abogado decía: “Está usted loco, usurpar una personalidad es delito señor; además, ¿quién le creerá con esa voz de macho que es Sofía?”.
Los policías procedieron a esposarla y la llevaron a la cárcel.
La metieron con un grupo de hombres: “Mariquita”, “¿qué haces aquí gordita?”, decían.
Pobre mujer, estaba aterrada. Se puso en una esquina de la celda, comenzó a rezar y terminó ensangrentada en el suelo.
Unas horas después, se presentó en el lugar una señora que aseguraba ser su hermana, pagó la multa por unos cargos absurdos y se la llevó a una casa.
También allí los espejos tenían niebla. La señora, que decía ser su hermana, le dijo amorosamente: “Deja ya esas locuras Ernesto, vístete como un hombre, no eres esa mujer”.
Al día siguiente, su hermana le acercó ropa masculina y ella se la puso.
Desayunó con todos en silencio y se fue el resto de la mañana a una biblioteca.
Estuvo leyendo interesada una serie de textos sobre personas que habían despertado ocupando otro cuerpo, o les habían jugado una broma para hacerles pensar que eran otras.
En su casa tenía un taller muy bien equipado, con todo tipo de materiales.
Sofía, ahora, según dicho de todos Ernesto, comenzó a trabajar con habilidad la madera; hizo unos muebles preciosos que terminó con increíble facilidad.
Vino a visitarlo un amigo muy querido, según le pareció por su amable trato; la verdad seguía sin sentirse Ernesto.
Se fueron a tomar unos tragos, el amigo invitó a unas mujeres y ella estaba incómoda.
“Vamos Ernesto, ¿qué te pasa?”. Sofía encontraba a las mujeres hermosas. Y aunque prefería platicar con ellas de temas de mujeres, aceptó lo que sucedía. Se emborrachó y besó y toqueteó a una de las muchachas.
Asumió completamente su personalidad de gordo y carpintero, de mujeriego, y se dedicó a hacer los muebles más hermosos de la ciudad.
Su negocio creció, el Gordo carpintero hizo mucho dinero y fama.
Dicen que por las noches cantaba una canción suave y femenina, y se miraba al espejo nublado.
Yo sé que pensaba en sus faldas, sus zapatos. Sé que recordaba a los hombres con pasión: amaba a uno en particular.
Las mujeres le daban repulsión, pero ahora en este nuevo cuerpo qué podía hacer. “¿Qué hay detrás de la niebla en los espejos?”, se preguntaba como mantra.
El Gordo carpintero atravesó el espejo y se encontró en la oscuridad, aulló hasta perder la voz y nadie respondió.
Manetti, A. (2015). El cuento del Gordo carpintero. AUIEO (Mandrágora).