Dos formas para la extravagancia

El cuento y el monólogo

En ambos se presenta un personaje que, desde su yo, expresa su mundo interior

El cuento y el monólogo
En ambos se presenta un personaje que, desde su yo, expresa su mundo interior

En los talleres de lectura y redacción, así como en los de análisis de textos literarios, se suele optar por el cuento como medio de aproximación a la narrativa, por su brevedad y condensación de elementos del género. Del mismo modo se recurre al monólogo, una forma del drama que implica economía en la producción: un actor, su capacidad expresiva y pocos recursos escénicos.

Por ello, como ejercicio didáctico, comparativo —y con la salvedad de que cada género tiene su objetivo propio— podemos hallar relaciones entre la forma del cuento en primera persona, con narrador protagonista, y el monólogo, pues en las dos hay una asunción del autor para expresar, bajo su propio estilo, el carácter de un personaje.

A diferencia del narrador omnisciente que nos va guiando en todos los detalles de lo que ocurre en el relato, el narrador protagonista nos cuenta desde su limitada perspectiva, lo cual implica una selección de acontecimientos en razón de su forma de ver y entender la vida.

O sea, que esta perspectiva contendrá omisiones y acentuaciones; justificaciones y relevancias. Caso muy distinto al que se enfrenta el lector con un narrador que, “desde las alturas”, casi como un dios, se coloca en una posición imparcial.

Una perspectiva parcial es la que observamos en el carácter de los personajes del monólogo. Ellos, al entrar en escena, se justifican, enfatizan, omiten o revelan en un momento de descuido. Es decir, en estas dos formas literarias se presenta un personaje que, desde su yo, manifiesta su mundo interior.

Pongamos por ejemplo El corazón delator, cuento de Edgar Allan Poe, y Sobre el daño que hace el tabaco, monólogo de Antón Chéjov. En los dos casos, pese a la diferencia genérica y tonal, los autores nos ponen de relieve una conducta extravagante.

Por un lado, tenemos a un asesino sumamente perfeccionista que nos explicará todo el proceder de su crimen. Tan pulcro es su cometer que ni siquiera deja rastros que lo inculpen a él. Por otro lado, en la obra de Chéjov, la conducta es la de un hombre sumiso que, al no tener un propósito claro en la vida, se ha puesto al servicio absoluto de su mujer, en toda la extensión de la palabra.

Lo curioso de estos dos caracteres es que su mecanismo conductual es tan inmersivo, absorbente y mecánico que no pueden huir de él. Y aunque algo parecido a la consciencia los visite, ninguno de los dos se modificará en modo alguno.

En El corazón delator resulta que “el corazón” —un latido que sólo escucha el protagonista— no es precisamente el del viejo con ojo de buitre que acaba de ser asesinado sino el del asesino mismo: un modo inconsciente de saberse culpable, mismo que lo delata.

En otras palabras, su perfeccionismo es tan potente que ni él mismo lo puede soportar, ya que, de permitirlo, tendría que vivir él solo con la carga de su crimen. Delatarse es un modo de aligerar la carga, pero no de generar arrepentimiento.

En el caso de Sobre el daño que hace el tabaco, Niujin está dispuesto a rebelarse contra su mujer. Ha pisoteado el frac con el que se casó y ha llegado a la convicción de que no necesita esa vida sino una más pura. Pero cuando ve a su esposa aparecer entre los bastidores del foro, es tanto su miedo a tener una vida propia que muy pronto lo vemos de rodillas ante ella. Acusarla es confirmar su propia insignificancia. Pero —al mismo estilo que el del  asesino de Poe— el personaje de Chéjov necesita una fuga para soportar su situación.

De modo que la forma del cuento con narrador protagonista, como la del monólogo, por su proyección directa hacia público-lector, es una que, en estos casos, va de la mano con la necesidad de desahogo para ciertos caracteres especiales que no han encontrado quien los escuche.

El público-lector es la compañía —el receptor que les dará validez— para que ellos puedan seguir su comportamiento convulso y estrafalario. Como si compartirlo justificara su existencia. Lo cierto es que ellos, como personajes, no ven lo que los autores piden que el público vea: la reprobación a nivel moral o social de esa precisa conducta que los llevó a su desenlace.

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