“Es inútil volver sobre lo que ha sido y no es ya”, es una frase atribuida al compositor y pianista polaco Frédéric Chopin, cuya obra fue utilizada para la musicalización de A Real Pain (Un dolor real), el segundo largometraje del actor, escritor y director estadounidense Jesse Eisenberg.
A través de un guion original, el realizador cuenta la historia de David, interpretado por el mismo Eisenberg y Benji, encarnado por Keiran Culkin, dos primos criados como hermanos, reunidos después de varios años por la muerte de su abuela, sobreviviente del holocausto, con cuya historia buscan conectar en un recorrido turístico por Polonia.
En un mundo con reciente plaga de películas frenéticas, cuyas tramas se busca meter en apretadas dos horas, en contraste con el aparente auge de largometrajes de más de dos horas y media, el corte novelesco de esta película se presenta como una bocanada de aire fresco en el panorama actual de la industria.
Con tan solo hora y media de duración, la historia se toma su tiempo en el desarrollo de su narrativa, al igual que en la descripción de los lugares, sus personajes, y situaciones particulares. Gracias a esto, el filme abre paso a uno de sus puntos más destacables (que no son pocos): sus actuaciones.
Mentira no es decir que ambos actores han desarrollado prolíficas carreras interpretándose a sí mismos, cualidad que permanece inmaculada en esta entrega. No obstante, la personalidad introvertida y silenciosa de David, así como la máscara que Benji decide mostrar, huyendo de su dolor real, marcan diferencias pequeñas, pero contundentes en su repertorio dramático.
Si bien los temas tratados por el filme, entre ellos, el holocausto, la depresión y el suicidio, brindaban el medio perfecto para una telenovela turca, la hábil pluma de Eisenberg nos ofrece en su lugar un retrato y análisis de la condición humana, con puntería y profundidad, propia del enfrentamiento del escritor con sí mismo, en una vida carente de epifanías y de los retoques románticos del cine.
Así, la historia enfrenta al espectador a una verdad inherente de la vida: cuando perdemos a un ser querido no lloramos únicamente su partida del plano físico, sino a aquella parte de nosotros que se llevan consigo también.
Nuestra existencia no vuelve a ser la misma y el reflejo tan familiar del espejo de siempre pasa a ser ajeno a nosotros ante algo que fue, y no es, ni volverá a ser.