La famosa e importante pensadora de/sobre nuestro tiempo Donna J. Haraway ha escrito y pronunciado muchas veces la frase que intitula nuestro escrito. Por ejemplo, la escribió hace algunos años en su muy importante libro Staying with the trouble (Seguir con el problema). Es importante decir que muchos de sus lectores han utilizado esta frase como una consigna activista y crítica, necesaria para resolver varios de los problemas que enfrentamos en la actualidad. Pero, ¿qué quiere decir esa frase?, ¿cuál es su intención?, ¿en qué consiste su crucial importancia? Vamos a ello.
A lo largo del tiempo, los grupos humanos han desarrollado diversos sistemas para generar parentescos, es decir, criterios para referir a una persona a una cierta comunidad y no a otra. En las culturas occidentales el sistema que hoy en día se utiliza para establecer parentesco se basa en la consanguinidad y en la compartición de material genético (ADN). Nuestros parientes lo son porque compartimos con ellos material biológico muy semejante que nos vuelve cercanos, que nos coloca en una relación familiar: madre, padre, abuelos/as, hermanos/as, tías/os, sobrinos/as, primos/as, etcétera.
Las leyes de todos los países occidentales donde se utiliza este sistema se corresponden con él, creando derechos y obligaciones entre los parientes. Por ejemplo, las leyes de educación, de manutención, de herencias, etcétera.
No obstante, la pensadora Donna Haraway cree que este sistema de parentesco no es útil ni moralmente aceptable para los desafíos y problemáticas que presenta el siglo XXI.
Para comenzar, podríamos decir que este sistema tiene el problema de que impide relaciones de parentesco entre personas que no tienen un vínculo de consanguinidad. Por ejemplo, aunque existe la figura de la adopción, la mayoría de los países sólo la permiten para hijos e hijas, y no para otro tipo de relación parental. ¿Te imaginas que existiera una ley que nos permita adoptar abuelos? Esta ley haría del mundo un mundo mejor.
Más importante aún es el ritmo de crecimiento poblacional. Uno de los aspectos que todo sistema de parentesco debe considerar es la cantidad de personas que existen.
En un mundo como el nuestro, donde hay muchísimas personas migrantes que están en países extranjeros sin sus familias (una red de cercanía), o personas que por diversas razones (económicas, de seguridad) se han quedado solas (por ejemplo, los adultos mayores), tenemos que encontrar una solución para proteger su vulnerabilidad. Es justo en este contexto donde la pensadora estadounidense nos dice: “haz parientes, no bebés”.
En otras palabras, entender que el “parentesco” es una idea que podemos modificar de acuerdo con nuestras necesidades, y que la consanguineidad y el material genético no son las únicas maneras que existen para establecer relaciones, intimidad y cercanía entre las personas.
Piensa, por ejemplo, en la amistad, en el parentesco que ésta genera. Es crucial comprender también que el número de personas está muy cerca del límite que el planeta puede soportar sin comprometer muchas formas de vida que en él se desarrollan.
El aspecto más radical e interesante de la propuesta de Haraway consiste en considerar a ciertas especies animales y vegetales como parientes.
Quizás te sorprenda la idea de que podamos ser parientes de animales y plantas, pues no son de nuestra especie, son en muchos sentidos lejanos y otros respecto de nosotros.
Sin embargo, al mismo tiempo no podemos vivir sin ellos, y en otros muchos sentidos son muy cercanos a nosotros pues nos alimentamos de ellos y consumimos muchas de las sustancias que generan para poder vivir.
En pocas palabras, Haraway nos propone una revolucionaria e interesantísima idea de comunidad, cuyo primer objetivo es sanar al planeta, nuestra casa, para poder seguir viviendo en él.
*Profesor de Filosofía del plantel Naucalpan.