El pasado 16 de enero se cumplió un año del fallecimiento de Luisa Josefina Hernández, dramaturga, novelista, ensayista, traductora y maestra de teoría dramática, quien -por mucho- fue la escritora dramática más importante que ha tenido nuestro país.
Luis Josefina Hernández contó con una obra abundante y diversa, de donde se desprende una multiplicidad de factores, entre ellos, el hecho de que -incluso en el medio que la vio nacer como alumna y luego profesora- su obra es prácticamente desconocida, no se diga a nivel nacional.
El fenómeno que ocurre en ciertos ambientes académicos alrededor de esta autora es increíble: la sola mención de su nombre da cabida a una serie de comentarios francamente absurdos, que no vale la pena ni por asomo repetir.
Ante aquellos que construyen sus opiniones solo a partir de los otros, se genera una capa de prejuicio sobre su persona y, luego, sobre su trabajo. Basta nada más con acercarse a la obra de Hernández para darse cuenta de que no sólo sus observaciones teóricas tienen una precisión contundente y comprobable, sino que su obra artística apuntala a la misma cima de las grandes de la literatura: la universalidad.
Hoy quisiéramos recordar una de sus primeras obras de teatro, escrita siendo ella todavía muy joven -27 años- pero que refleja una madurez envidiable: Los frutos caídos, obra escrita en tres actos, con la naturaleza estructural de la pieza y con una vida intensa en su interior.
Este drama tiene como protagonista a Celia, una mujer casada e independiente, económicamente hablando, quien realizó un viaje de México a la provincia, pues está convencida de vender unas propiedades que le heredó su padre.
El problema es que en ellas viven sus familiares, entre los que se encuentra su tío Fernando, quien defenderá su estancia en esta casa.
Sin embargo, la llegada de Francisco Marín, un compañero de trabajo de Celia y que a ella no le es indiferente, hace que vislumbremos que el verdadero motivo de la llegada de Celia a esta casa no es una preocupación financiera, ni tampoco el huir de este hombre con una propuesta de matrimonio, sino el miedo de realizar un cambio significativo en su vida.
El conflicto que nos propone la autora es el de una mujer que se ha vuelto la proveedora de su familia, una donde el padre, del que se nos dice que quizá murió a causa de un disgusto con su hija, es un personaje ausente pero de quien vemos sus consecuencias en los que quedaron.
Por ejemplo, Fernando dependió toda su vida de su hermano mayor y que, como menciona su mujer Magdalena, le solucionó todos los aspectos de su existencia al punto de no generarle ninguna necesidad.
En el presente de la obra, Fernando tiene una serie de perturbaciones emocionales que le impiden no sólo llevar una función “sana” en su sociedad, sino que refleja su problemática interna en su alcoholismo y su autopercepción de invalidez.
La dinámica que vemos planteada en Los frutos caídos es la interacción entre una estructura ideológica, nacida de la educación, la nostalgia, el miedo y el deseo profundo de lograr un cambio.
Celia intuye que el mandato que heredó de su padre, el de seguir viendo por su tía Paloma y sus parientes, no lo puede sostener -está cansada- y, sobre todo, no corresponde a sus deseos.
Sin embargo, esta intuición no es suficiente pues, como en toda obra realista, el acto es lo único que puede modificar otro acto. En este caso, Celia no logra liberarse de la opinión de su padre: ella decide conservar la casa y, no sólo eso, sino que planea regresar, cuando hayan pasado los años y sienta que su vida se ha apagado lo suficiente como para irse a encerrar con sus familiares, que no se atrevieron a vivir.
La lectura en voz alta de esta pieza nos revela, además de la gravedad del conflicto familiar, el tono irónico, violento y sugerente presente en sus diálogos, lo cual forma parte del carácter de los personajes, como es el caso de tía Paloma.
Esto es uno de los aspectos que caracterizan la vitalidad de esta autora. Su obra queda a invitación de quienes quieran conocerla.