En clase, Kaomi formuló una pregunta que me lleva a compartir a modo de reflexión: “¿se debe hacer lo que se ama o se debe amar lo que se hace?”.
Este dilema nos conduce a pensar en dos aspectos: el poder de nuestras decisiones y la actitud ante ellas, pero también nos plantea qué actitud tomar cuando lo que nos pasa no depende de nuestras decisiones.
Hacer lo que se ama no siempre depende de nosotros, pues nuestras preferencias provienen del deseo, de lo que nos gusta pero no necesariamente de lo que tenemos.
Esto nos lleva a saber que no siempre podemos hacer lo que nos gusta; en cambio, aunque no podamos elegir lo que hacemos, sí podemos elegir la disposición para aquello que tenemos o debemos hacer aunque no nos guste o no queramos.
Aquello que ocurre y no depende de nuestra voluntad le llamamos destino. A veces los resultados son deseados, otras inesperados.
En la mitología griega, las moiras eran las personificaciones del destino que se reparte a cada individuo y controlaban el hilo de la vida, desde el nacimiento hasta la muerte.
Entre los griegos, el ananké o destino era una fuerza superior tanto para mortales como inmortales.
En esta idea estaría el pensar que nada es por azar, todo tiene una relación de causa-efecto, llamado fatalidad, predeterminación, fortuna o suerte, en resumen, algo no escogido, es decir, no proviene del libre albedrío.
Esto nos pone bajo el problema filosófico de la libertad.
En el ámbito de la libertad, lo que ocurre no es producto del destino, sino algo que se procura.
Quien elige la causa, elige, por tanto, las consecuencias. No saber las consecuencias se vuelve una responsabilidad tanto como lo es conocerlas.
De todos modos, nuestra decisión es la causa. No es una simple afectación sino un deseo de “lo que resulte”. No porque se acepta ni se espera, sino porque se reconoce lo que se hace tiene consecuencias.
Poner atención a lo que se hace y tener consciencia de las consecuencias es poner atención y cuidar lo que se hace.
El amor es atención y cuidado, y en ese sentido, se ama tanto las decisiones como sus consecuencias, aun cuando las consecuencias puedan no ser las esperadas.
El verdadero reto es ser capaz de amar aquello cuyos efectos no dependen de nosotros tanto como aquello que dependiendo de nosotros no nos agradables.
Esta actitud es una capacidad para amar en totalidad, lo que Nietzsche llamó “amor fati”. Aceptar y llegar a amar todo lo que nos ocurre, sea por nuestra voluntad o escapando a ella, aquello que nos sea grato como aquello que nos desagrada.
Si solo amamos aquello que deseamos o nos agrada, estaríamos anulando la otra parte de la realidad que es el mal, cuando el mal también forma parte de la realidad del mundo.
Hay cosas que hemos vivido y nos pueden ocurrir y que son injustas, desagradables o malas en todo su sentido.
La aceptación va en reconocer que al final forman parte de nuestra historia y experiencia, de la cual, el presente es su resultado.
Aunque tus decisiones hayan sido tomadas en el momento más turbio o absurdo; aun cuando pudiste cruzarte de brazos o actuar de otro modo, aun cuando puedes arrepentirte de haber hecho lo que hiciste, eso no cambia.
Si puedes ahora ver el error, es porque éste te pudo colocar en otro modo de tu existencia y conciencia.
Si uno está donde no le gusta, habría que preguntarse: ¿qué haces? ¿qué actitud tienes ante esto? ¿te lamentas o buscas disfrutarlo o al menos darle un sentido agradable?
Puedes no cambiar lo que escapa a tu voluntad, pero si puedes cambiar tu disposición ante ello. Si no es así ha sido tu decisión. Si decides eso o cambiarlo, enamórate de tu decisión.
Si bien es difícil aceptar circunstancias desagradables y desde un sentido de la justicia nos causa indignación, lo cierto es que desde el estoicismo se hace incapíe en ser fuerte ante las adversidades, que son inevitables, pero cuya afectación al final ya es. No se trata solo de aceptar.
Es frecuente escuchar la invitación a que ames la mejor versión de ti, pero pensemos qué tanto somos capaces de amar la peor versión de nosotros.
En ese sentido, amar no solo trata de aceptar, sino de ver que cada error y falla que hemos tenido ha sido una preparación, un aprendizaje para estar más consciente en este presente.
Quizá la mejor imagen para entender el “amor fati” es situarse en el momento en que hemos salido de una enfermedad y viene luego la salud. Con lo ocurrido podemos ahora valorar aquello tras su carencia. La enfermedad nos permite valorar más la vida.
Aunque el “amor fati” es una propuesta radical de ser en el mundo de un modo consciente y pleno, quizá otra forma de pensarlo es no solo la de aceptación, sino de que, de todos los ánimos para afrontar la vida, sin duda el amor, es la mejor opción a escoger.