La ciudad luce en calma

La ciudad luce en calma

Las carreras y las prisas de autos y transeúntes cesaron, así como los gritos en los paraderos; hasta Garibali calló

La ciudad luce en calma
Las carreras y las prisas de autos y transeúntes cesaron, así como los gritos en los paraderos; hasta Garibali calló

La vida cotidiana ha dado un giro de 180 grados. El corazón de la capital, un lugar poblado de voces y ecos, de hombres y mujeres de diferentes estratos sociales, está desierto. El coronavirus nos ha obligado a permanecer en casa. La velocidad por llegar al trabajo, a la primera clase del día, incluso a una cita, se ha terminado. Hoy todo es por el bendito Zoom o Skype. Durante estos momentos, las redes sociales han jugado un papel muy importante, no sólo el de comunicar las noticias más recientes, también contagian el humor que caracteriza a los mexicanos.

La pandemia nos ha tenido en nuestra casa, o al menos, eso quisiera afirmar. En un país donde el comercio informal marca la economía, el organillero -un personaje histórico en la memoria sonora de la megalópolis-, sale a tocar por las calles del Centro Histórico.

“No me puedo quedar en casa, necesito trabajar y llevar sustento. Gracias por su apoyo y comprensión”. Firma “su amigo: El organillero”.

Dicen que la esperanza es lo que muere al último y este hombre deambula por las calles con su traje típico. La única protección que lleva es una mascarilla que realizó con un garrafón de veinte litros; estira la mano, aunque no haya nadie a su alrededor.

Los autos que transitan por las calles son contados, al igual que el transporte público. Las carreras entre los taxis o microbuses para ganarse el pasaje han desaparecido. Demasiados días de tráfico, nos volvieron idólatras de la velocidad. Los gritos en los paraderos no resuenan más, salvo los que necesitan llevar sustento a casa. Los carteles de advertencia para no salir de casa pululan en las calles y algunos han caído al suelo para recorrer las aceras llenas de hojas secas. El silencio en algunos lugares es ensordecedor. ¿Qué diría El Duque de Job? Aquellos ochocientos pasos de Plateros -hoy la calle Francisco I. Madero-, esos que iban de la esquina de La sorpresa, hasta el Jockey Club -La casa de los azulejos- están abandonados. Ningún ejecutivo atraviesa las calles históricas; mucho menos los tacones de las mujeres resuenan en el pavimento.

Las imágenes son más que desconcertantes. La contaminación se disipa poco a poco y los majestuosos volcanes vuelven a percibirse con cada amanecer. Algunos dirán: “de ese horror quién puede tener nostalgia”, sin embargo, esta es la región “más trasparente” que habitamos y, como diría Cristina Pacheco: Aquí nos tocó vivir.

Los principales centros de culto, como La Villa o la Catedral metropolitana, están más que cerrados, al igual que las tiendas comerciales y también ¡las librerías! ¡Caracho!

La vida nocturna prácticamente ha terminado. Los noctámbulos han dejado de ejercer la frase “La noche es joven”. Garibaldi, centro bohemio por excelencia, sólo lo habitan sus estatuas y recuerdos que se generaron hasta que todo se vio en la necesidad de cerrar. Se dice que las paredes hablan y probablemente se escuchen los sonidos del mariachi que canta “Si nos dejan/ buscamos un rincón cerca del cielo/ Si nos dejan/ haremos con las nubes terciopelo”, una de las icónicas canciones de amor de José Alfredo Jiménez. Nos volvimos idólatras de la velocidad, que la pandemia nos tomó por sorpresa y de un día a otro frenó nuestras vidas. Los besos antropófagos que algunos jóvenes se daban en la alameda central hoy son textos o llamadas por WhatsApp, las tediosas reuniones de trabajo hoy son en casa, la ventaja es que sólo hay que ponerse saco.

 

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