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Cuerpo, lengua y desarraigo en El exilio interminable

Hacer un análisis a esta autobiografía del tipo documento existencial

Cuerpo, lengua y desarraigo en El exilio interminable
Hacer un análisis a esta autobiografía del tipo documento existencial

El exilio interminable, de Marco Ángel, como toda obra literaria que merezca este título, es muchas cosas, pero, por encima de todo, un documento existencial.

En lo personal, más que como crítica —ejercicio a menudo deformado por la impropia cuanto inevitable incursión de cierta egolatría profesional—, quisiera presentar la obra en forma de comentario informado y atento, puesto que un libro, y este en especial, marca una experiencia de lectura que no dudaría en definir corpórea, por ser capaz de agudizar y afinar el conjunto de nuestros cinco sentidos y a éstos agregar un sexto, el de la intuición lingüística.

En sentido estricto, El exilio interminable es una autobiografía que, desde su índice, nos remite a crónicas bien conocidas en la tradición hispanoamericana: la “Historia verdadera de la reciente Albión” establece de inmediato un paralelo con el primer documento literario, para muchos, de la historia literaria mestiza en América latina, a saber la “Historia verdadera de la Nueva España”, de Bernal Diaz del Castillo.

¿Acaso eso significa que el autor desea seguir los pasos de este letrado y guerrero de inicios del siglo XVI? No, o al menos no necesariamente: las historias que Marco Ángel nos comparte plasman una imagen imparcial, por cuanto eso sea posible, del paisaje y de la sociedad británicos, exactamente como sucede en el otro apartado del libro “El regreso del hijo prodigo”, donde el contexto mexicano es exhibido en toda su cruda y descabellada realidad.

El tono a menudo irónico, en ocasiones sarcástico que atraviesa la obra, es un artificio que potencia el seco y ríspido entorno de ambos países y uniforma en el estilo las diferencias que los separan.

Dicha igualación, sin embargo, es más que el producto de una estrategia retórica para caracterizar estilísticamente la narración, apunta al sentido mismo de las palabras que campean en la portada del libro: “exilio” e “interminable”, puesto que, en ambos contextos, el autor se percibe como un paria, condición que ninguna diferencia de sociedad y cultura es capaz de enmendar.

He aquí, entonces, donde la incursión de las historias más íntimas y familiares de la vida del autor cobran, en la estructura de la obra, una función muy especial: revelan cuánto de esa clase de exilio nadie puede escurrirse, dado que la existencia del ser humano es dominada por emociones y sentimientos (por, sobre todo, los amorosos) que lo conectan con otros representantes de su especie, alejándolo de tal manera de su instinto de preservación.

Esa lejanía, descubrimos, no es ni geográfica ni temporal, sino delata un estado de existencia por el que el humano se percibe en todo momento fuera de lugar, apartado de cualquier patria (real o posible) y condenado a vagar por los innumerables páramos de la vida, interior y exterior.

Quizá por eso en esta obra la corporeidad (sonidos, colores, pero sobre todo palabras) sobre un papel tan relevante: no hay otra manera de reivindicar la humanidad presente sino a través de nuestros sentidos, el principal de los cuales, al menos en este libro, es el sexto: la intuición lingüística, base de su impulso creativo.

Es en los momentos narrativos más íntimos que la fuerza del lenguaje se eleva a niveles superiores, casi hasta subrayar que en el momento en que más se experimenta sobre la carne el exilio, la única fuerza contraria a este fervor es la de las palabras, el nervio creativo que acorta la distancia entre el punto fijo que somos en el espacio en cuanto cuerpo y la forma movediza e irregular trazada por los bamboleos de nuestro espíritu inquieto.

Cabe la posibilidad de que el autor no esté de acuerdo con lo que me aventuraré a afirmar enseguida: a mi manera de ver, el haber elegido la forma de la correspondencia epistolar responde a la necesidad poética de instalarse al interior de esta distancia insalvable entre extranjería e identidad, espíritu y cuerpo, alejamiento y reencuentro, exilio y patria.

¿Qué otro lugar puede haber que el da la imaginación literaria para corregir la condición natural del exiliado, cuya única patria, al fin y al cabo, es su escritura, su personal, íntimo y especial libro de la vida?

De repente, en uno que otro párrafo, el “tú” desaparece, pero ésta solo es una ilusión, un espejismo: en estos momentos, el yo narrador se encumbra al grado de su máxima potencia dialógica, ya que busca la alteridad someramente abandonada en los lares caóticos de la interioridad, y termina por encontrar en el espacio infinito de este abismo la palabra poética que envuelve y distrae, que despierta y adormece, que vuela y se desploma.

El “yo” se hace palabra en un juego incesante con los objetos o conceptos que debería representar; en este instante, la estructura primitiva de la relación se vuelca, puesto que cuanto más la palabra toma cuerpo y presencia, la cosa comienza a hacerse cada vez más sutil, hasta que de las lágrimas se adivina la exacta sustancia de nuevas alas de mosca.  

*Doctor por el I.I.S. “Amaldi-Sraffa”, Turín, Italia.

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